"Con los puños cerrados, casi conteniendo la respiración, la presidenta Dina Boluarte observa, con una mirada impregnada de pena y amargura, el reloj que cubre su muñeca".
"Con los puños cerrados, casi conteniendo la respiración, la presidenta Dina Boluarte observa, con una mirada impregnada de pena y amargura, el reloj que cubre su muñeca".

Con los puños cerrados, casi conteniendo la respiración, la presidenta Dina Boluarte observa, con una mirada impregnada de pena y amargura, el reloj que cubre su muñeca. Mueve la cabeza a los lados y susurra, en bucle: “No puede ser”. Boluarte se niega a aceptar lo que sus asesores, con mayor o menor sutileza, le han aconsejado: no vuelva a usar un Rolex en público.

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De repente, tal como si se hubiera despertado de una pesadilla, Boluarte reacciona. Endereza su espalda y se reacomoda en la silla. Pone sus manos sobre el escritorio, levanta el anexo y llama a su secretaria.

—¿Qué pasó? —le pregunta— ¿Ya llegó la encuesta?

—No, todavía.

—¡Por qué se demoran tanto! Hazme un favor y avísame apenas llegue.

—Claro, señora presidenta. Más bien el que acaba de llegar es el premier.

—¿El premier?

—Sí, así le decimos al presidente de la PCM.

—Eso ya lo sé.

—Es que usted me dijo que lo llame.

—Ah, sí, sí. Que pase.

Gustavo Adrianzén ingresa al despacho presidencial con rostro adusto. No se trata, sin embargo, de un reflejo de la aciaga coyuntura. Él es así. De facciones graves, ajenas a la sonrisa y con la mirada siempre achinada, como si todo el tiempo un viento de arena le golpeara los ojos.

—Gustavo —dice Boluarte— quería hablar contigo…

Adrianzén estira el brazo y abre la mano. La presidenta, sorprendida por la interrupción, deja de hablar.

—No se preocupe, señora presidenta. Ya sé lo que me quiere pedir. Usted quiere que me encargue del tema del reloj con la prensa. Quédese tranquila. Justo acabo de aclarar eso con los periodistas. No solo les dije que aquí no había nada que investigar, sino que, nunca, nunca más iba a hablar del tema con ellos.

—¿Eso les dijiste?

—Eso mismo. Yo conozco a la prensa. Hay que ser así. Si uno se muestra dudoso, inseguro, al toque se dan cuenta. No sé, esa gente tiene olfato para esas cosas.

—Te agradezco, Gustavo. Pero quiero pedirte algo.

—Lo que diga, señora presidenta.

—Vuelve a hablar con los periodistas.

La mejilla derecha de Adrianzén da un brinco, un tic, un movimiento involuntario. Respira hondo y mira a Boluarte.

—Perdón. ¿Usted quiere que…?

—Sí, Gustavo. La cosa se está complicando y necesito que vuelvas a darles la cara.

—¿Pero con qué cara?

—No sé. Será con la que tienes.

Adrianzén se pone la mano en la cabeza.

—Pero, ¿qué ha pasado? No entiendo El contralor ya dijo que usted no tiene que declarar nada.

—Eso fue antes. ¿No te has enterado? Ahora dice que sí tengo que declarar.

—¿Que usted tiene que declarar? ¿A quién? ¿A la prensa?

—No, tengo que declarar los relojes.

—Increíble. Pero qué clase de contralor es este. Primero dice una cosa y luego otra. No soporto a la gente así.

Boluarte mueve la cabeza arriba y abajo.

—Te entiendo —le dice.

—Bueno, ¿en qué estábamos?

—En que tienes que volver a salir a la prensa para hablar del reloj.

Adrianzén se pasa la mano por la cabeza. Recién lleva un poco más de dos semanas en el cargo y lo único que ha hecho es de bombero, de apagaincendios.

—No entiendo —dice Adrianzén.

—Es bien sencillo —responde Boluarte—. El contralor se ha rectificado y me ha dejado en el aire. Y ahí entras tú.

—¿Pero qué voy a decir? Tiene que darme información nueva.

—No hay información nueva. Yo no voy a declarar nada, salvo que la Fiscalía me lo pida. Pero a la prensa, nada.

—¿Y entonces qué digo?

—Algo se te va a ocurrir.

Ni bien Adrianzén deja el despacho, Boluarte vuelve a llamar a su secretaria.

—¿Y qué sabes de la encuesta?

—La encuesta es un grupo de preguntas que se hacen para conocer la opinión de la gente.

Boluarte esboza una sonrisa, pero esta se apaga enseguida.

—Yo sé qué es una encuesta, señorita. Quiero saber si ya llegó la que pedí ayer. ¿Se acuerda?

—Claro, claro. Pero todavía no llega. Yo le aviso.

Boluarte vuelve a arrellanarse en la silla. Mira otra vez su reloj. ¿Será posible que algo tan pequeño haya generado tanto escándalo? ¿Qué le diría a la prensa? Le diría que ella trabajó toda su vida y tiene todo el derecho de usar lo que quiera. Sí, pero le preguntarían por qué justo ahora de presidenta puede darse esos lujos. Otros le recordarán que, cuando ella era candidata a la vicepresidenta, repetía las arengas castillistas contra los ricos, contra los que ostentaban su dinero. Para disiparse un poco, abre la laptop y empieza a revisar los innumerables correos que se le han acumulado. Sin embargo, minutos después, el consejo de sus asesores se le vuelve a cruzar en el pensamiento. ¿Por qué será que le cuesta tanto dejar de usar el reloj? ¿Será que le molesta que le impongan las cosas?

El sonido del anexo la arranca de sus cavilaciones. La secretaria le anuncia que, por fin, ha llegado la encuesta, pero que también, de nuevo, la espera el premier. Boluarte le pide que entregue el documento a Adrianzén y lo haga pasar.

El premier llega con el mismo rostro de duelo, pero con un brillo en los ojos.

—Señora presidenta, ya hablé otra vez con la prensa. No se preocupe, ya le dije que no hay desbalance patrimonial. Que tampoco…

Ahora es Boluarte quien alza el brazo y muestra la mano, como un policía deteniendo el tránsito.

—-Gustavo, dame el documento.

Adrianzén le entrega el fólder que le había dado la secretaria.

—¿Qué tan importante es esa encuesta? —pregunta Adrianzén.

—Muy importante —responde Boluarte—. Quiero saber qué piensa la gente sobre este lío.

Boluarte empieza a revisar, hoja por hoja, pregunta por pregunta, gráfico por gráfico.

—¿Y? —pregunta Adrianzén tras algunos minutos—. ¿Qué piensan los peruanos?

Boluarte luce abatida.

—La mayoría de la gente piensa que ese reloj es signo de corrupción. O porque no tengo el dinero para comprarlo o porque si es regalo seguro que lo recibí a cambio de algún favor indebido. En cualquier caso, no me creen que lo obtuve por mi trabajo.

—Si le sirve de algo, yo sí le creo.

—No, no me sirve de nada que me creas.

—Gracias, señora presidenta.

Estando ya sola, y de tanto darle vueltas al asunto, Boluarte empieza a adormecerse. Sus párpados pierden fuerza, sus músculos se relajan y se queda dormida.

El sueño es bastante real. Todo parece obedecer a las reglas de la vida diaria. Ella está despachando con un grupo de ministros, hablando de la aceleración de algunas obras, cuando, de golpe, aparece un rostro conocido, un antiguo vecino de Apurímac, su tierra natal, que, a boca de jarro, le pregunta: “¿por qué la necesidad de usar un Rolex? Ella, emboscada, sin tiempo a improvisar alguna devolución retórica, le contesta, desde el fondo de su alma, lo que le nace: “Porque usar dos sería demasiado”.

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