Cuento esta historia con su expreso consentimiento, no con el suyo, amable e improbable lector, sino –se entiende— con el de ella. Se trata, sin embargo, de un consentimiento, digamos, engañoso porque si bien me autorizó a relatar los hechos en detalle, me pidió también que, por favor, omita revelar su identidad. Así que, en consideración a ese deseo, no diré su nombre y la llamaré Mónica. Eso sí, el Waldemar Cerrón que aparece en la historia es Waldemar Cerrón y punto.
Conocí a Mónica en una de esas extrañas tardes limeñas en las que el clima coincide con la estación de turno, en este caso, con la primavera. Había un no sé qué en el ambiente que invitaba al optimismo, al buen ánimo, a creerse aquello de que todo estará bien. Y así, sonriente, llegué a Miraflores para recorrer, otra vez, los stands de la Feria del Libro de Ricardo Palma. En esas estaba cuando, para mi felicidad y sorpresa, encontré una rara y curiosa edición de “El Aleph”, obra genial de ese señor que decía ser Borges. Quiso Dios, la suerte o el destino —o todos ellos, quizá incluso hasta el propio Borges— que en el momento en el que puse mis dedos sobre el libro, los dedos de Mónica, en su afán de apoderarse del mismo ejemplar, tocaron los míos. No diré que hubo electricidad en aquel instante, pero algunos voltios de todas maneras pasaron por ahí. El asunto es que, tras un breve momento de incertidumbre y risas compartidas, terminé cediéndole el libro. El resto de la feria lo recorrimos juntos y, aunque ella no podía quedarse más tiempo, quedamos en salir la noche siguiente.
—Pucha, sorry, no voy a poder salir ahora —me dijo cuando la llamé para avisarle que ya estaba en camino—. Tengo que ir a un evento y no la hago.
—Ah bueno —le contesté—. No te preocupes. No hay problema.
—Pucha, sí pues. A no ser que…
—¿Qué?
—A no ser que me acompañes. ¿Quién sabe? Quizá acabe temprano.
Llegué al punto de encuentro, el cruce de dos calles en el centro de Lima. Había bastante movimiento en la zona, también algunos buses, miembros de seguridad y hasta carros de la Policía. Entonces llegó ella. Nos saludamos y empezamos a caminar.
—¿Por aquí es tu evento? –le pregunté y, casi enseguida, adiviné lo que me iba a decir.
—Claro, ese es —me dijo señalándome la calle que yo había estado viendo—. Bueno, en realidad el local del partido está a la vuelta.
—¿Del partido?
—Sí, claro, ¿no te dije que soy de “Perú Libre”, del partido de Cerrón?
—No, no me dijiste —le respondí.
—¿Por qué? ¿Algún problema?
Y no, en verdad no existía ningún problema. Es decir, Cerrón sin duda era —es— un impresentable, pero había que ser tolerante.
—Ningún problema —le contesté y hasta ahí todo bien, pero luego, creo, me excedí—. Es más. Yo también soy de Perú Libre.
Llegamos a la puerta del local. El vigilante la saludó. Ella le hizo un gesto, señalándome, y nos dejó entrar. Apenas ingresamos, Mónica empezó a saludar, a diestra, pero sobre todo a siniestra, a una docena de militantes y dirigentes. Después, nos detuvimos frente a una larga mesa donde había centenares de afiches, todos alusivos a “la injusta persecución de nuestro líder Vladimir Cerrón”. “¿Injusta persecución?”, pensé. “Primero, nada de injusta porque Cerrón es un corrupto sentenciado. Segundo, cuál persecución si nadie lo está buscando”. De pronto, Mónica me habló y me sacó de mis pensamientos.
—Hazme un favor —me pidió, con una sonrisa—, agrúpalos de 20 en 20.
Yo, contra todo pronóstico, lo hice. Eso sí, para arruinarles la operación, los agrupé de 19 en 19. Terminada dicha tarea, Mónica me anunció la siguiente: “Ahora vamos a la calle a repartir los afiches”. Un momento. ¿Había dicho “vamos”? ¿Utilizó, acaso, la primera persona del plural? No, creo que había llegado el momento de disculparme, de decirle que fui un tonto por no decirle la verdad. Después de todo, era evidente que teníamos química y eso no tenía nada que ver con la política, ¿o sí? Entonces, un bullicio mayor se escuchó y, segundos después, vimos aparecer al hermano del prófugo.
—¡Mira quién vino! —se emocionó Mónica, apretando mi mano—. Es Waldemar.
Y sí, en efecto, ahí estaba el también congresista Waldemar Cerrón, radiante, en su salsa, repartiendo sonrisas a todos. Luego, se acercó hasta donde estábamos nosotros. Primero le dio la mano a Mónica y le agradeció por el apoyo a su hermano.
—De nada —respondió ella—. Vladimir es un perseguido político y no vamos a parar hasta que se haga justicia con él.
El congresista le sonrió todavía más. En seguida, me miró y me extendió la mano. Yo —lo cortés no quita lo valiente— hice lo propio.
—Es valioso el esfuerzo que hacen por el partido y por Vladimir —me dijo, moviendo la cabeza de lado.
Yo solo atiné a poner mi mejor cara de circunstancia y a hundirme en el silencio. Tras soltar mi mano, el hermano del prófugo siguió luego por un pasadizo, sin dejar de saludar y sonreír, hasta llegar al pequeño auditorio donde lo esperaban dirigentes de Perú Libre.
Aproveché la distracción para, en una sola jugada, desembarazarme de los afiches y tomar el rumbo del encuentro.
—Mónica —le dije—. Todo bien con apoyar, pero qué tal si dejamos esto para otra ocasión y mejor aprovechamos lo que queda de la noche para ir a mi departamento, tomarnos un vino y conversar un poco… pero un poco nomás.
Ella demoró mil años en dar un largo suspiro y configurar su rostro en modo: acepto. Salimos del local y tomamos un taxi. Y así como la tarde en que la conocí el cielo parecía ser mi cómplice, ahora, en cambio, sentía que me miraba con reprobación, como avergonzado de mí. Supe entonces que estaba éticamente jodido. Solo quedaba una cosa por hacer.
—Mónica, no soy de Perú Libre —le dije, de golpe y sin anestesia—.Y Cerrón me parece un corrupto de lo peor.
Ella me miró, me sopesó y finalmente sonrió. La verdad es que lo tomó muy bien. Que me haya pedido que detenga el taxi, que la deje en la siguiente esquina y que no la vuelva a llamar fue, al parecer, pura coincidencia. Igual antes de despedirme, le dije que iba a escribir sobre ella, sobre Cerrón y hasta sobre la manera en que había reaccionado. “Solo te pido dos cosas” me dijo un poco más calmada, “no mientas y no pongas mi nombre”. Bueno, dentro de todo, cumplí. Al menos una de dos.