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Pequeñas f(r)icciones: Entre la criollada y el criollismo

“Más que una jefa de Estado daba la impresión de ser una bailarina esperando su consorte, anhelando los primeros acordes de una marinera serrana, elegante y melancólica”.

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Cobijado bajo las sábanas de la ficción, puedo, sin el peso de la culpa, dar rienda suelta a los detalles de la siguiente crónica. Entiendo que cada palabra será tomada como si fuera un embuste, una mentira refinada si se quiere, y está bien, es mejor ser tildado de fabulador que de correveidile.
Todo ocurrió el 31 de octubre pasado en un conocido restaurante campestre. Cerca de la una de la tarde, la número uno, la presidenta, la que manda, pero no comanda, llegó con un vestido de seda, un camisón blanco, un chal de lana, un sombrero de paja y un pañuelo. Su rostro lucía un maquillaje sobrio y sus aretes, aunque pequeños, parecían ser más grandes por las trenzas y el cabello recogido. Más que una jefa de Estado daba la impresión de ser una bailarina esperando su consorte, anhelando los primeros acordes de una marinera serrana, elegante y melancólica. Sin embargo, el director del grupo musical, muy probablemente un simpatizante de Castillo, la recibió, a ritmo de vals, con el desatino de: “víbora, ese nombre te han puesto, porque en el alma llevas el veneno mortal”.
El número dos, el premier, el hombre que mece la cuna, le lanzó una mirada asesina al grupo musical y este comprendió que, en aras de la gobernabilidad y de no poner en riesgo su pago, era mejor abandonar el sinuoso vals de la serpiente y mandarse con una polka clásica y alegrona. Y así, mientras la voz cantante pedía: “jálame la piti-ti-ta, pi-ti-ta, pi-ti-ta”, el número dos fue raudo a darle la bienvenida a su jefa. Llegó hasta ella con tanto apuro y redoblando de tal manera los pasos que, visto de lejos, más que ir a recibirla, parecía que estaba yendo a sacarla a bailar. “Señora presidenta”, le dijo ni bien se paró junto a ella, “hay un tema que necesito hablar con usted”.
—Por favor —dijo ella—. Nada de cosas de trabajo. Hoy hemos venido a celebrar.
—¿A celebrar qué? —le preguntó, con cierta decepción.
—Por lo pronto, vamos a celebrar el Día de la Canción Criolla. ¿No es obvio? ¿O crees que hemos venido por Halloween? ¿Acaso ves alguna bruja?
El premier logró contener su respuesta y, en cambio, esbozó una sonrisa cómplice. Luego, la acompañó hasta llegar a la mesa central, sin duda, la más grande y la mejor arreglada de todas las que estaban desperdigadas por el local. Para llegar a su destino, primero pasaron por la larguísima mesa donde incontables ollas de barro despedían un aroma espeso, conciso, mezcla de arroces, guisos y carnes. Luego de traspasar, casi atravesar esa bruma sazonada, tuvieron todavía que sortear algo menos agradable: los convenidos y dulzones saludos de funcionarios.
A un par de mesas de ahí, se empezaba a formar la cola para el bufet criollo. “Y a la hora del bitute, la jamancia va a sobrar”. El primero en servirse fue el ministro de Economía. Pocas decisiones tan complicadas como la que tuvo que tomar esa tarde. Por un lado, un plato vacío en ristre y, por el otro, frente a él, un grupo de ollas humeantes, ajenas a la recesión, y repletas de los más típicos y riquísimos potajes criollos. ¿Qué servirse? ¿De todo un poco? ¿Privilegiar un plato, dos platos? ¿Cuántas veces más podrá volver al bufet sin que lo consideren un tragón? Sin duda, la gente no sabe lo difícil que es manejar la economía de un país.
En tanto, era claro que el hombre que mece la cuna no se iba a quedar tranquilo. Volteó a mirar a la presidenta, que seguía sentada junto a él. Justo en el momento que iba a hablarle, el director del grupo guapeó a sus músicos y comenzaron a tocar —La menor, maestro — esa canción que lleva, “alma, corazón y vida, y nada más”.
— Señora presidenta —dijo, lento, como reaccionando— perdone que insista, pero se trata de un tema de urgencia. Si no lo quiere discutir hoy, le ruego que conversemos mañana, de preferencia a primera hora.
—¿Mañana? ¿Cómo se te ocurre? Acuérdate que mañana me voy a Estados Unidos.
“Cuando tengas que partir, quiero que sepas, que estaré pensando en ti, todos mis días”, interpretó luego el grupo musical, mientras una mueca de desaliento se dibujó en el rostro del número dos.
—Pero señora presidenta. Usted viaja en la tarde. En la mañana podemos reunirnos.
—Imposible. Toda la mañana voy a dedicarme a delinear lo que será mi imagen durante la gira.
—¿Tiene reunión con su jefe de prensa? ¿Con el canciller?
—No, con mi estilista.
En una de las mesas más apartadas, el ministro del Interior lucía un rostro desencajado. Delante de él, el pisco sour que le habían servido lucía ignorado y triste. Igual semblante tenía el plato de caucau y ají de gallina que se había servido. Lo que atormentaba al ministro era un hecho bastante común para la mayoría de los peruanos: le acababan de robar su celular. Y ni siquiera sabía en qué momento había pasado. “Porque siendo tu dueño, no me importa más nada, que verte solo mío, mi propiedad privada”.
El premier llevaba ya varios minutos con las manos enroscadas en sí mismas, como en rezo. Tan evidente era su estado de preocupación que la presidenta le preguntó, a boca de jarro, qué le estaba pasando.
—Es sobre lo que le dije antes, señora presidenta.
Esta vez, la que manda pero no comanda lo tomó con tranquilidad. Pensó que si insistía tanto se debía tratar de algo realmente importante.
—Bueno, está bien. Cuéntame qué pasa.
“Déjame que te cuente, limeña”, empezó a tocar el grupo, “déjame que te diga la gloria”. Dicho sea de paso, si Carlos Gardel cada día canta mejor, ¿por qué, lo mismo, Chabuca Granda no puede componer cada día mejor?
—¿Usted se acuerda, señora presidenta, de mis amigas que primero me visitaron en el despacho y después lograron contratos con el Estado?
—¿Qué pasa con ellas?
—Nada, ellas están bien. Se las menciono porque tengo otra amiga a la que también quiero apoyar. Solo que en este caso se trata de algo de mayor nivel. Voy a necesitar su firma.
La presidenta no podía dar crédito a lo que estaba escuchando.
—¿Ese era el tema tan importante que tenías que hablar conmigo?
El número dos forzó una sonrisa y luego hizo un gesto de incomodidad. No dijo nada más, pero sentía que pudo haber dicho mucho. Y así estuvo varios minutos hasta que se puso de pie y decidió matar la pena comiendo. Solo cuando llegó al bufet se dio cuenta de que las ollas estaban vacías. El premier se encogió de hombros y dio un suspiro. “Qué se le va a hacer”, pensó. Después de todo, “no hay que hacer un drama, se acabó, se acabó y punto”.

El texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!
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