Todo ocurrió el 31 de octubre pasado en un conocido restaurante campestre. Cerca de la una de la tarde, la número uno, la presidenta, la que manda, pero no comanda, llegó con un vestido de seda, un camisón blanco, un chal de lana, un sombrero de paja y un pañuelo. Su rostro lucía un maquillaje sobrio y sus aretes, aunque pequeños, parecían ser más grandes por las trenzas y el cabello recogido. Más que una jefa de Estado daba la impresión de ser una bailarina esperando su consorte, anhelando los primeros acordes de una marinera serrana, elegante y melancólica. Sin embargo, el director del grupo musical, muy probablemente un simpatizante de Castillo, la recibió, a ritmo de vals, con el desatino de: “víbora, ese nombre te han puesto, porque en el alma llevas el veneno mortal”.