Los dos hombres descienden de sus caballos, los amarran al madero que está al final de la calle principal del pueblo y entran a la cantina. Apenas ingresan, un aire gastado, como mil veces respirado, les golpea el rostro. En medio del bullicio, Pedro Castillo y su fiel compañero Aníbal Torres sortean las mesas y llegan hasta la barra. El cantinero, un hombre de pocas palabras y pocos modales, los aborda en el momento en que ellos se quitan los sombreros.
-¿Qué les sirvo? -pregunta el cantinero.
-Estamos buscando al doctor del pueblo -dice Castillo.
-Aquí todo el que entra consume -insiste el cantinero.
-No nos vendría mal un par de tragos -dice Castillo, mirando a Torres.
El cantinero sirve los vasos y los pone frente a ellos.
-¿Y ustedes de dónde son?
-Somos del pueblo de Perú -dice Castillo-. Él es Aníbal Torres, mi asistente.
-Y él es Pedro Castillo, nuestra máxima autoridad y el pistolero más rápido de todo el Lejano Oeste.
-Bueno -dice Castillo-, soy rápido, pero no sé si sea el más rápido.
De pronto, el cantinero retrocede, mirando atrás de ellos. Un ruido de sillas hizo que Castillo y Torres voltearan. Entonces lo ven. El hombre que acaba de ponerse de pie lleva un sombrero marrón y pantalones negros. Sus brazos caídos dejan las manos a la altura del cinto, a centímetros de ambos revólveres.
-Me parece o aquí alguien dice ser el más rápido de todo el Oeste.
-De todo el Lejano Oeste -corrige Torres.
Castillo pasa saliva y le da una mirada asesina a Torres.
-Bueno -dice Castillo- yo no diría tanto.
-¿Por qué no vamos afuera y lo averiguamos?
De súbito, se escucha que del grupo de donde estaba el hombre, le gritan: “Tirofijo”. El hombre, fastidiado, da un suspiro y voltea.
-¿Qué pasa, carajo?
-Tenemos que irnos ahorita. Si no, vamos a llegar tarde al trabajito del banco.
Tirofijo vuelve la mirada a Castillo.
-¿Cómo me dijiste que te llamabas?
-Se llama Pedro Castillo -dice Torres, ante el silencio de Castillo.
-Pedro Castillo, te salvaste por esta vez. Pero si te vuelvo a ver…ya sabes.
Media hora después, Castillo y Torres ya están frente a la casa del doctor del pueblo. Ante un leve asentimiento de la cabeza de Castillo, Torres empieza a tocar la puerta. Ante ellos, aparece la figura regordeta de Hernán Condori, un hombre de mediana edad, con escaso cabello y una mirada tranquila.
-¿Quiénes son ustedes? -pregunta, mientras observa a los alrededores.
-Yo soy Pedro Castillo, autoridad máxima del pueblo de Perú.
-¿Perú? Yo tengo un compadre por allá.
-Claro -dice entusiasmado Castillo-. Vladimir Cerrón.
Condori sonríe a sus anchas. Luego, sin bajar la intensidad de su alegría, los invita a pasar. Torres y Castillo se sientan en uno de los muebles y el doctor frente a ellos. Luego de unos minutos, los tres hombres están bebiendo del mejor licor de la casa.
-Usted es médico, ¿verdad? -pregunta Castillo.
-Claro que sí.
-Ya ves, Aníbal. Es médico.
-Ah, bueno. Por un momento me preocupé -dice aliviado, luego, mirando a Condori-. ¿Y tiene alguna especialidad?
-Sí, aguarracimólogo.
-Por Dios, ¿y qué es eso?
-Es que soy especialista en agua arracimada.
Torres mira a Castillo y él le devuelve la misma mirada de extrañeza.
-Les explico. Un vasito diario de agua arracimada y se detiene la vejez. Espérenme un ratito, le voy a traer una botella para que vean.
Ni bien Condori sale de la sala, Torres habla en voz baja.
-Pedro, este tipo es un charlatán.
-Pero parece buena gente.
-¿Y eso qué importa? ¿Vas a dejar que este tipo se encargue de la salud de nuestro pueblo? ¿De nuestras familias? ¿De nuestros hijos?
-Claro que sí.
-Pero no entiendo. Pensé que habíamos viajado hasta aquí porque íbamos a reclutar a una eminencia.
-No me queda alternativa. Cerrón me dijo que Condori era el indicado.
-Pedro, yo entiendo que necesitas el apoyo de Cerrón, pero ¿qué puede más? ¿La salud de la gente o la estabilidad de tu cargo?
Acuérdate que también se trata de tu estabilidad.
Torres respira profundo y se reacomoda en el asiento.
-Bueno, al menos parece buena gente.
Cuando Condori regresa, les muestra las diversas presentaciones de su producto mágico. Además, le regala a Castillo un pequeño librito en que no solo se menciona al agua arracimada, sino también, entre otras, las algas eternas, el sebo cósmico y las larvas doradas.
Con la propuesta ya aceptada, y después de pasar la noche en casa de Condori, Castillo y Torres se despiden. Ambos se subieron a los caballos cerca del mediodía y comenzaron a cabalgar. Al pasar por el pueblo, el sonido de un balazo los paraliza. Cuando voltean a ver, ahí está Tirofijo, tal como lo habían sospechado. Escoltado por otros dos pistoleros, este le habla a Castillo, sin apuro.
-¿Por qué no bajas y nos batimos de una vez?
Castillo, todavía sobre el animal, empieza a temblar.
-Yo encantado, pero mi doctor me ha prohibido batirme a duelo.
-¿Vas a bajar o te bajo de un balazo?
-Mejor yo bajo.
Castillo desciende trabajosamente del caballo. Torres hace lo propio.
-Bueno, ya está -dice Tirofijo tomando distancia y poniéndose frente a Castillo-. A la cuenta de 10.
-¿Quién va a llevar la cuenta? -pregunta Castillo.
-Si quiere, la llevo yo -interviene Torres.
-No, no -dice Tirofijo-. Cada uno lleva la cuenta. ¿Hace cuánto que no te bates a duelo?
-Mmm. Hoy es domingo, ¿verdad? Mmm, nunca.
-¿Nunca? -pregunta Tirofijo.
-¿En serio? -interviene Torres.
-¿Y cómo dices ser el pistolero más rápido del Lejano Oeste?
Castillo cae de rodillas.
-Ya, está bien. Lo admito. Es mentira. Todo es una mentira. Soy un fiasco.
Tirofijo mira a sus compañeros y estos levantan los hombros. De pronto, apunta a Castillo y le dispara en el pecho.
-Vamos, muchachos -dice Tirofijo-. Estamos perdiendo el tiempo.
Tirofijo y sus compinches se suben a sus caballos y parten sin mirar atrás, como si lo ocurrido no tuviera relación con ellos. Algunos curiosos se asoman por las ventanas, mientras otros salen de la cantina.
Echado y con las manos presionando su pecho, Castillo parece murmurar algo. Cuando Torres, de rodillas a su lado, quiere ver la gravedad de la herida, queda enmudecido. En su mente, agradece al cielo, al señor o a quién estuviera de turno. La bala brillante de Tirofijo se había incrustado en el pequeño libro de Condori.
-Condori me salvó la vida -dice Castillo-. ¿Quién lo diría?
-Sí -dice Torres-. Debe ser la primera que salva.