"Estaba caminando hacia allá cuando un golpe de vista me hizo detenerme de improviso, como si de súbito mis pies se hubieran convertido en concreto. Y es que, a menos de dos metros, y a través de la puerta entreabierta de ese ambiente exclusivo, pude ver la figura recortada de Josué Gutiérrez". (Foto: GEC)
"Estaba caminando hacia allá cuando un golpe de vista me hizo detenerme de improviso, como si de súbito mis pies se hubieran convertido en concreto. Y es que, a menos de dos metros, y a través de la puerta entreabierta de ese ambiente exclusivo, pude ver la figura recortada de Josué Gutiérrez". (Foto: GEC)

Cuando el país despertó, Josué Gutiérrez, el defensor del Pueblo, todavía estaba allí. De nada había servido albergar, durante interminables días y noches, la esperanza de que el Congreso -¡sí, lo sé, este Congreso! ¿Se imaginan tamaña candidez?- recupere la decencia y rectifique siquiera el último de sus incontables errores. Fue un deseo que nació muerto y, sin duda, habría sido más sensato coger una canasta y querer llenarla con las peras de un olmo. Afrontémoslo, el barco fujicerroacuñista ya zarpó. ¿Habrá suficientes botes salvavidas a bordo?

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Por todo esto me cuesta confesar que yo pude evitar esta tragedia. Quién sabe. Tal vez mi testimonio habría podido disuadir a los perpetradores de la elección de Gutiérrez. Quizá al verse descubiertos habría podido torcer sus voluntades y enderezar, en algo, el presente. Eso ya nunca lo sabré. Igual, para ser sincero, solo tenía cabos sueltos y cuando los pude atar, ya era tarde. En todo caso, he aquí lo ocurrido:

Hace un par de meses, estaba cenando en un conocido restaurante miraflorino, cuyo nombre no mencionaré porque no viene a cuento y, además, porque no quiso aceptarme el canje. Había ido bastante tarde, tanto que pensé que ya no atenderían. Valió la pena: el plato que pedí estaba exquisito, con la textura exacta, la temperatura precisa y con un sabor pleno que estalló feliz en el paladar (nota mental: debo ver menos “El Gran Chef”).

Luego de pagar la cuenta, me levanté para ir a los servicios higiénicos. Estaba caminando hacia allá cuando un golpe de vista me hizo detenerme de improviso, como si de súbito mis pies se hubieran convertido en concreto. Y es que, a menos de dos metros, y a través de la puerta entreabierta de ese ambiente exclusivo, pude ver la figura recortada de Josué Gutiérrez. Estaba asintiendo ante unas voces que no pude reconocer. Entonces, me incliné para poder oír mejor.

-Señor -me dijo el mismo mozo que me había atendido-. Los servicios están por allá.

Lo miré y comprendí que, de manera soterrada, me estaba recriminando mi indiscreción. Obediente, retomé los pasos y, en seguida, el mozo, menos altivo y con voz más menuda, me volvió a hablar.

-Disculpe, pero estos políticos son medio fregados. Se ponen paranoicos cuando vienen a los ambientes privados.

¿Dijo políticos? Pero yo solo había podido ver a Gutiérrez. ¿Quién más estaría ahí?

-Ah, ya, son políticos -le comenté, como si el tema no me importara-. ¿Y quiénes son? ¿Quiénes están ahí?

El mozo me miró, me sopesó y no dijo nada. Solo hizo una mueca con su rostro.

-Yo no sé mucho de política -me dijo, por fin-. Pero a esos sí los conozco.

-Pero dime, pues, ¿quiénes son?

En lugar de responder, el mozo miró sobre mi hombro y cambió de rostro. Me dijo “permiso” y siguió rumbo a la cocina. Cuando volteé, comprobé que el maitre -el jefe de los mozos- lo había ahuyentado. Yo, al contrario, no le hice el menor caso y me fui a los servicios higiénicos. Una vez que salí, volví a pasar por el privado para ver si lograba, por fin, descubrir a qué políticos se refería el mozo, pero no pude: la puerta ya estaba cerrada.

De regreso a mi mesa, vi que ya se habían llevado mi plato y mis cubiertos. Es probable que hasta hayan pensado que me había retirado del lugar. Pero yo sabía que no iba a poder irme sin averiguar qué entuerto, qué cuchipanda se estaba gestando a escasos metros de mí. En lugar de pedir la cuenta, llamé al mozo con un leve movimiento de la mano. Y, para hacer tiempo, le solicité una infusión.

-Pero señor, la cocina ya cerró.

-No me digas que no me pueden ofrecer al menos un té.

-Déjeme ver qué puedo hacer. ¿Un té verde está bien?

-Sí, claro. Una cosa más -le dije y le pedí que se acercara.

-Dígame, señor.

-Mira -le dije bajando el volumen de la voz-. No me llegaste a decir quiénes estaban en el privado.

El mozo miró a los alrededores, a ver si no había maitres en la costa. Entonces, antes de que me pudiera decir algo, la hoja de la puerta corrediza se abrió. Ambos miramos hacia donde había surgido el sonido y, en ese exacto momento, una mujer emergió del privado.

-Perdone -le dijo la señora al mozo, ignorándome por completo-. ¿Me puede indicar por dónde están los servicios higiénicos?

-Si, claro -dijo el mozo, enderezándose-. Siga por aquel pasadizo y luego doble a la izquierda.

Keiko Fujimori asintió la cabeza a modo de gracias. El mozo no solo le imitó el movimiento, sino que salió detrás de ella, diciéndole: “Mejor déjeme que la guíe”. Entonces no me cupo la menor duda de que el momento había llegado: el mozo no estaba, el maitre tampoco y Keiko había dejado la puerta semiabierta. Me incorporé de la silla, me aparté de la mesa y enrumbé hacia el privado. Al llegar, sin más, corrí la hoja de la puerta e ingresé. Ahí estaban los tan cacareados políticos: Vladimir Cerrón y César Acuña, además de Gutiérrez y la silla vacía de Keiko.

-Perdón -dije-, parece que me he equivocado.

-No parece -me respondió Cerrón-. Se ha equivocado. Más bien, háganos el favor de correr la puerta cuando salga.

-Un momento -dijo Acuña, con su voz pastosa-. Creo que he visto su cara en otro lado.

Yo lo miré fijo y, en un homenaje a Chespirito, casi le respondo que no, imposible, mi cara siempre la he tenido en el mismo lugar, encima de mi cuello.

-De repente en Internet -le dije-. Yo tengo un blog…

-No, yo no leo blogs.

-No lee blogs ni libros ni nada -dijo Cerrón, entre risas.

A su lado, Gutiérrez parecía no haber escuchado nada. Acuña, en cambio, movió sus cejas y no pudo ocultar su molestia.

-Estoy un poco harto de esas bromas -dijo, sin mirar a nadie en particular, aunque luego lanzó su mirada a Cerrón-. Yo leo más de lo que usted se puede imaginar.

-Vamos, César. No lo tome en serio -dijo Cerrón.

Luego se produjo un silencio y los tres se quedaron mirándome. Era, claro, el momento de salir de ese lugar. Así que, con la boca cerrada, me di vuelta y ya me disponía a cruzar la puerta, cuando Keiko aparece. Por un instante, quizá por dos, nuestras miradas quedaron enlazadas.

-Perdón -le dije-. Es que me había equivocado de lugar.

Keiko me miró como si también hubiera visto mi cara en otra parte y yo solo atiné a mover mi cabeza como señal de saludo, de despedida, pero también de interrogación: “¿Qué diablos estaban negociando Keiko, Cerrón y Acuña?”.

Cuando regresé a mi mesa, noté que la mitad de las luces del local se habían apagado. También advertí que los mozos ya no estaban. Estuve todavía unos 15 minutos más en espera de que los políticos salgan, pero seguían en el privado. Convencido de que ya no podría averiguar más y que mi té verde ya nunca llegaría, salí del restaurante.

Durante un par de semanas estuve en las penumbras, hasta que un día leí que el señor Josué Gutiérrez era el candidato de Perú Libre para ser el próximo defensor del Pueblo. Entonces, el rompecabezas se armó solito, pero ya era tarde, demasiado tarde. Bien dice el gran Fito Páez: la sabiduría llega cuando no sirve para nada.

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El texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!