Nadie podría determinar con exactitud por dónde había llegado, ni tan siquiera desde qué hora había estado de pie, ahí, en la acera del frente y mirando sin desmayo a la comisaría. El hombre parecía haber aparecido de pronto, como si en lugar de arribar desde alguna calle, se hubiera materializado. Caminó, cruzó la pista y se detuvo a un metro de la puerta principal de la comisaría. Se tomó unos segundos para contemplar la fachada pintada de verde y las letras doradas que formaban el nombre del local. El suboficial que estaba de guardia se acercó a preguntarle qué quería, a quién buscaba, qué cosa era lo que necesitaba. El hombre, a quien llamaremos Pedro, lo miró con cierta condescendencia, como diciéndole: “nunca te podrías imaginar para qué estoy viniendo”.

Sin decir palabra y escoltado por el policía, ingresó a la comisaría. Otro suboficial salió a su encuentro y le preguntó otra vez qué se le ofrecía.

—Busco al capitán –dijo al fin.

El más impaciente de los suboficiales le repreguntó, ya con muy pocos modales.

—Al capitán no se le molesta así nomás, así que primero va a tener que decirme por qué quiere hablar con él.

Pedro no acusó recibo. Indiferente, miraba por encima del policía. Siempre en silencio, observaba cada una de las puertas de las oficinas, buscando, esperando encontrar en una de ellas el nombre del capitán. En ese momento, desde el pasadizo del fondo, llegó el oficial de más alto rango, el mandamás de la comisaría, los zapatos, el uniforme y la gorra impecables.

—Capitán —dijo uno de los suboficiales—. Este señor insiste en verlo.

El capitán miró de reojo el rostro de los policías y detuvo la mirada en las facciones de Pedro.

—¿Cómo se llama usted? ¿Qué es eso tan importante que quiere decirme?

El hombre tardó un instante más en responder.

—Es algo que tengo que decírselo a solas, capitán.

El oficial dio un suspiro profundo y luego asintió con la cabeza.

—Sígame –dijo

El capitán empezó a caminar rumbo a la oficina del fondo. Pedro y el grupo de policías, que ahora parecía un enjambre de uniformados, lo siguieron. Al llegar a la oficina —un escritorio, tres sillas, una computadora y un par de filas de estantes en la pared—, el oficial y el hombre entraron. Cuando ambos se sentaron, el capitán, desde el otro lado del escritorio, se quitó la gorra, la dejó a un lado y alzó los hombros.

—A ver, primero dígame su nombre.

—Mi nombre no importa.

El oficial se rascó la cabeza y, por un instante, achinó los ojos.

—Si no me va a decir su nombre, se para y se va de aquí.

El hombre pareció empequeñecerse durante algunos segundos. Luego, elevó el rostro.

—Me llamo Pedro Gonzales.

—¿Y por qué quería verme?

Pedro dio un vistazo a ambos lados y luego se inclinó hacia adelante. Entonces, con voz apagada, casi clandestina, dijo por fin lo que tenía guardado desde hacía horas.

—Vengo por la recompensa. Yo sé dónde está Vladimir Cerrón.

El capitán sintió un devaneo y tuvo que aferrarse de los brazos de la silla para no caerse.

—Tengo la dirección. Si usted quiere nos vamos ahorita para allá con un patrullero. Eso sí, explíqueme eso de la recompensa. ¿Usted cree que me la puedan dar hoy mismo?

De golpe, un remolino de ideas empezó a girar en la mente del capitán. La captura de un prófugo de alto perfil debería ser una gran noticia. Le debería significar un espaldarazo en su carrera, varios puntos a favor en su legajo. Pero –y aquí la trama se complica— Cerrón no es cualquier prófugo, ni siquiera es un político cualquiera. El capitán comprendió rápidamente que tenía que actuar con cautela.

—Capitán –dijo Pedro—. Le estaba preguntando sobre la recompensa.

—Mire, amigo, ¿le puedo decir algo en confianza?

—Claro, dígame.

—Este asunto de la recompensa no es tan así.

—¿Cómo? No le entiendo.

—Ocurre que no es fácil determinar quién resulta siendo el beneficiario. Siempre aparecen varias personas reclamando. Se vuelve todo muy engorroso.

—No le entiendo, capitán. Yo sé dónde está Cerrón. Ya le digo. Vamos ahorita y ahí lo vamos a encontrar.

—Eso también. ¿Cómo sabe que ya se fue a otro lugar?

Una luz pareció iluminar de súbito el rostro de Pedro.

—Imposible, capitán.

—¿Y usted cómo sabe?

—Tengo a mi sobrino vigilando la casa. Él sabe que cualquier cosa me tiene que avisar.

—¿Ha metido a su sobrino en esto?

—Claro, eso sí. Y él está feliz. ¿Y cómo no? Sabe que se va a llevar su buena tajada.

El capitán pestañeó varias veces seguidas. Luego, movió la cabeza hacia adelante, como si estuviera absolviendo alguna pregunta.

—Hagamos una cosa. Deme la dirección y voy a hacer las coordinaciones correspondientes.

El hombre iba a hablar, pero se contuvo.

—Mire, sin la dirección no puedo hacer nada. Sin dirección no hay recompensa.

Pedro, a cuenta gotas, como si lo estuvieran obligando, le dio la dirección al capitán.

—Ahora, espéreme afuera un momento, por favor. Tengo que coordinar con mis superiores.

—Dígales mi nombre. Soy Pedro Gonzales –dijo al levantarse—. No se olvide, capitán.

—No, no me olvido.

Pedro salió de la oficina. Dio unos pasos y se sentó en una de las sillas ubicadas en una especie de pequeña sala de espera. Tras algunos minutos de espera, la modorra empezó a apoderarse de él. Se sacudió la cabeza para despabilarse y, entonces, volvió a pensar en la recompensa: “Cien mil soles para empezar de nuevo. Claro, menos lo que le tengo que dar a mi sobrino. ¿Cuánto será lo justo? ¿2 mil? ¿5 mil? Todavía es joven. No sirve que tenga tanto en el bolsillo. Mejor le doy 2 mil y si luego necesita más le iré soltando de a pocos”. En ese instante, el abrupto ingreso de dos policías lo sacaron de sus cavilaciones. Los efectivos traían de los brazos a una mujer. “Es una pepera”, dijo uno de ellos. A Pedro le impresionaron las esposas y los tatuajes que llevaba la detenida. De repente, el celular que llevaba en el bolsillo del pantalón empezó a vibrar. Apenas contestó pudo distinguir la voz de su sobrino. Estaba alterado. Cerrón se había ido y, cuando él se disponía a seguirlo, un patrullero lo detuvo para —¡qué casualidad!— ver si sus papeles estaban en regla.

Pedro se puso rojo y sus latidos se dispararon. Se puso de pie y fue a paso acelerado a la oficina del capitán, pero este ya no estaba. A gritos, empezó a llamarlo, luego a insultarlo, a él y todos los demás efectivos. Solo cuando lo enmarrocaron y lo sentaron junto a la mujer de los tatuajes, pareció tranquilizarse. Sin embargo, en su fuero interno, seguía enfadado. Y ahora tenía toda la intención de contarle su caso a la prensa. Pero, ¿alguien le creería?


*El texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!

TAGS RELACIONADOS