"En la mañana siguiente, al despertar, Boluarte encontró varios mensajes en su celular. La mayoría eran de su hermano con listas de nombres de los nuevos ministros".
"En la mañana siguiente, al despertar, Boluarte encontró varios mensajes en su celular. La mayoría eran de su hermano con listas de nombres de los nuevos ministros".

Yo solo quiero saber si me quieres o no”, exhaló, a través de los parlantes del televisor, una voz melosa, insistente y a prueba de rubores. Por un instante, quizá por dos, la presidenta Dina Boluarte pensó que se trataba de parte del diálogo de alguna novela mexicana, o quizá, incluso, la declaración de algún participante de un reality de sugar daddies, sin embargo, para su estupor, no tardó en reconocer, debajo de esa envoltura de melcocha, a la otrora voz grave, firme y segura del presidente del Consejo de Ministros, Alberto Otárola.

Minutos después, cuando el desfile de frases cursis había terminado y luego de que el premier ya había quedado retratado no como un hombre perdidamente enamorado, sino, mucho peor, como un acosador plenamente empoderado, el celular de Boluarte empezó a vibrar. Era como un animalito dando saltos, como si tuviera pequeños espasmos.

—Aló, hermanita —dijo alguien desde el otro lado de la línea.

—Nicanor —respondió Boluarte—. ¿Has visto los audios de Otárola?

—No, no los he visto, los he escuchado.

—Claro, claro. A eso me refiero.

—Tú, tranquila, no tienes de qué preocuparte.

—¿Cómo que no tengo de qué preocuparme? ¡Esto va a ser un escándalo!

—No, hermanita. Esto ya es un escándalo.

—¿Para eso me has llamado? ¡Para corregir todo lo que digo!

—No, todo lo contrario. Te he llamado porque tengo la solución al problema.

—¿Qué solución es esa?

—Tengo el reemplazo perfecto de Otárola. También tengo una lista de ministros de lujo para cada uno de los ministerios. Aunque, claro, hay algunos que podríamos dejar en el gabinete.

Un bache de silencio interrumpió la conversación. Dina Boluarte sopesó las últimas palabras de su hermano antes de volver a hablar.

—¿Podríamos dejar? —preguntó en forma retórica— ¿Por qué hablas en plural? Tú sabías de esto, ¿no?

Otra pausa volvió a dilatar el diálogo. Esta vez un sonido ininteligible surgió de Nicanor. Una especie de bramido inseguro.

—Este… bueno, siempre ha habido rumores.

—No, Nicanor. No te hablo de rumores —luego dio un suspiro—. Es más, me temo que no solo sabías de esta denuncia, sino que también estás detrás de ella.

—Ay, hermanita. Eso qué importa…

—Bien claro te dije que yo no me iba a meter en esas cosas que tú haces.

—Se llaman negocios.

—Yo ya no sé si son negocios o negociados. Pero el trato era que ni yo me metía en tus cosas, ni tú en las mías.

—Pero hermanita, estás perdiendo la perspectiva. Aquí lo que importa es que Otárola no puede permanecer ni un minuto más en el Gobierno.

—Eso lo decido yo —dijo y colgó el teléfono.

Boluarte quedó inmóvil, como si le hubieran puesto un barniz de cemento. En su mente se inició una disputa: por un lado, estaba la necesidad de tomar una decisión respecto a Otárola y, por el otro, el firme deseo de no seguirle el juego a su hermano. En seguida, le pidió a su secretaria que convoque a Otárola inmediatamente a una reunión en Palacio.

—Señora presidenta —le respondió la secretaria—. Perdone, pero el señor Otárola se encuentra en Canadá.

—¿En Canadá? ¿Tan pronto? ¡Qué es esto! ¿Un golpe?

—No, no se trata de eso. Cuando digo Canadá, me refiero al país.

Minutos después de la medianoche, Boluarte pudo comunicarse por fin con Otárola.

—Alberto. Me imagino que sabe por qué lo estoy llamando.

—Sí, señora presidenta. Me temo que sí. Vi el programa por Internet.

—¿Y entonces, qué me dice del audio?

—El audio muy bien. El problema es el video. Como es por Internet a veces como que se congela.

Boluarte se contuvo y decidió estar lo más calmada posible.

—Alberto. ¿Qué explicación me puede dar de esa conversación?

—Señora presidenta, lo que le puedo asegurar es que todo esto es un complot organizado por su hermano y por Vizcarra.

—¿Martín Vizcarra también está detrás de esto?

—Está detrás, adelante, por todos lados.

—A ver, Alberto. Al margen de quienes impulsaron la denuncia, necesito que usted me explique varias cosas. Primero, ¿reconoce la veracidad del audio?

—Sí, pero no es lo que usted está pensando.

—Estoy pensando que usted, siendo un hombre casado, está coqueteando con una chiquilla.

—Entonces sí es lo que usted está pensando.

—¿Y no le da vergüenza actuar así? ¿No estaba pensando en su esposa cuando llamó a esa chiquilla?

—No mucho, más estaba pensando en la chiquilla.

La presidenta movió la cabeza a los lados, como negándose a creer lo que estaba escuchando.

—Alberto, nada de lo que me ha dicho parece salido de un complot.

—Es que no le he contado lo más importante. Si bien es cierto este audio es real, no es de ahora. Es de 2021, cuando yo no era premier.

—¿Me lo jura?

—¿En verdad es necesario?

—Me parece que sí.

—Está bien. Le juro que en 2021 yo no era premier.

Boluarte sintió un hincón en la zona de la nuca. Luego se pasó la mano por el rostro, como si estuviera secándolo con una toalla invisible.

—Alberto, lo que necesito que me jure es que el audio no es actual.

—Se lo juro. Como ve, no tiene que sacarme del cargo.

De súbito, un recuerdo apareció en la mente de Boluarte.

—Alberto, ¿usted no había dicho antes que apenas conocía a esa chica?

—Pues sí.

—Entonces se fregó todo. Por más que el audio sea pasado, sí evidencia que le mintió a la prensa. No veo otra salida más que dejar el cargo. ¿Me entiende?

—Sí, señora presidenta, la entiendo.

Dos horas más tarde, la madrugada del lunes encontró a Boluarte mirando el techo blanco de la habitación. En él, proyectaba retazos de sus días de gobierno con Otárola. Parecía casi absurdo. Había podido salvar la cabeza de su premier —y la suya propia— por temas gravísimos como las muertes durante las protestas de comienzos del año pasado y, ahora, debía soltarle la mano por una denuncia, en comparación, de poca monta.

En la mañana siguiente, al despertar, Boluarte encontró varios mensajes en su celular. La mayoría eran de su hermano con listas de nombres de los nuevos ministros. Sin embargo, le llamó más la atención un mensaje de Otárola: “Si todavía vale mi consejo, no cambie a nadie del gabinete. Le propongo que mi reemplazo sea Gustavo Adrianzén. Usted ya lo conoce. Que su hermano ni Vizcarra se salgan con la suya”.

Un día después, Boluarte estaba viendo, con una mezcla de tristeza y preocupación, la conferencia de prensa que Otárola había convocado para anunciar su renuncia. Mientras lo hacía, la presidenta se preguntaba, con inesperada e improbable esperanza, casi con ilusión infantil: ¿Se puede pedirle la renuncia a un hermano?


El texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!