Salieri
Salieri

Estrenamos “Pequeñas ficciones” un espacio en donde los redactores de este diario le darán rienda suelta a la imaginación. Esta nota la firmo yo, las siguientes vendrán de otros.

En esta sección trataremos sobre aquellos personajes insufribles e inefables que en ocasiones inmemorables son abucheados por personas de verdadero coraje. En esta primera pequeña ficción, trataremos sobre Gustavito: cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

Felices fiestas, Gustavito

Hubo un tiempo en que la vida era más amable con Gustavo: había empezado a escabullirse de esa pesada celosía que es su anonimato. Se había convertido en una joven promesa de las letras peruanas. Era un chico de pelo largo y ensortijado que no había sido Rimbaud solo por poco, pero que ya explotaría en luz pura. Él siempre sospechó que era un genio y siempre tuvo la genialidad de rodearse de amigos que lo reconozcan como tal, porque si no cómo pues… ¿No?

Gustavito se convirtió en uno de los más respetados críticos literarios del país, el mejor de tres -o sea-, y blandía su espada con odio contra todos aquellos que él consideraba estetas menores o poetas tullidos. Llegó a ser Editor de una importante revista limeña desde donde libró una encarnizada guerra -de la que solo él tiene memoria- contra la dictadura y viajó a América para hacerse Doctor en Literatura en una Universidad prestigiosa que él convirtió en más prestigiosa.

 Cuando ya algunos dudaban del talento escondido de Gustavito él, como Ahab, se hizo a la mar y publicó “El Antiguario”: una novela cuya brillantez estriba en un manejo superlativo de las esdrújulas y de las formas que él había logrado entender solamente después de leer tanto a Borges que se dice que por esa época ya cagaba alephs. El problema fue que, como pasa con muchos genios, nadie lo leyó. No hubo laureles, ni gloria. Pero Dios creó Facebook.

Y allí Gustavito conoció el poder: se convirtió en un escritor endiablado, en un policía moral, en un experto en todos los temas. Se hizo adoptar por Mario Vargas Llosa y por Atenea y se montó al potro salvaje de la fama: se hizo inquisidor de la Academia Sueca de la Lengua, antorcha moral del país amasado con barro de Sodoma, defensor de todas las causas justas y enemigo de todas las derechas de cada latitud, salvo de la israelí -Sharon sí que era un Perícles-.

Así, borrachito de poder como su amiga Nadin -que en realidad no es su amiga, sino que cuando ya todo el Perú vio que ella era un poco pilla, él le invitó un jugo de lúcuma en La Baguette; y ella le dio eso que Gustavito quiso siempre: atención- insultó, se burló, difamó y denigró a toda la recua de idiotas ignorantes que no entendían que él era un iluminado. Que el mismo Siddhartha se lo había dicho al oído bajo el ficus y que ya pronto todos lo sabríamos.

Gustavito fue una cobra escupidora de leche de tigre, pero él no lo sabía. Él era el Decano de lo cierto y todavía no había comprendido que ser popular en redes sociales es como ser millonario en Monopolio. No importaba: él iba matando canallas con su cañón de futuro. Era un chalaco de pura cepa, un melómano inspirado, un entendido en fútbol y en física cuántica. Un tipo de esos de los que escriben libros. De los que van a Ítaca y ya están de vuelta en un solo párrafo.

Pero la lluvia cayó: Gustavito nunca entendió la lección más importante de todas. Para escribir hay que tener lo único que los Dioses no le habían regalado: cojones. Entonces Gustavito no sabía odiar. No sabía hacer más que degradar a los demás para masturbar su ego cuadripléjico. Porque, naturalmente, para saber odiar tiene uno que saber amar. Y para eso tiene que quererse a sí mismo. Un cachito al menos. Y Gustavito no se quiere, ni odia, ni tiene cojones.

Por aquellos días su falta de cojones finalmente dejó de ponerle la otra mejilla: Gustavito, defensor a ultranza de todos los derechos de género y equiparable con Beauvoir en su aporte al feminismo, había decidido ser un galán. Un seductor, un casanova. Entonces se deschavó en ese único sitio donde los pobres de alma del mundo -¡Uníos!- lo habían venerado: Facebook, su chacra: y acosó. Acosó a medio mundo. Jodía y jodía para ir al cine. Quería un mojito.

Pero para conquistar, paradójicamente, también hay que tener cojones. Y, como ya acordamos, eso le faltaba a nuestro Poe menos conocido. Entonces se matriculó en cuanto Facebook chat pudo a la caza de algún encuentro furtivo. Pero no era pues la voz, Gustavito, ser Flora Tristán y un poco acosador desde el mismo teclado.

Entonces te botaron -dejémonos de eufemismos que uno tiene fuentes- de La República. Te botaron de tu propio Olimpo. No había sido Buda el del ficus, Gus. Era Daniel tumbado contra una palmera de la Católica por comerse demasiados Sublimes. No es que eras una joven promesa: eres un viejo juramento. No fue que nadie supo reconocer tu genio, es que no sabes escribir. Porque no te leen. Y eso te deja exactamente en donde empezaste: en tu propia insignificancia.

Tu libro ese que es inmamable lo han traducido a más idiomas de los que personas lo han leído. Y estas palabritas las van a leer más personas de las que en toda tu existencia se lea algo tuyo, salvo esos pantallazos que todos los que te llevamos en el bobo tenemos guardados en el celular -hey, hey-. Porque escribir es para valientes.

Así que mañana mientras los mortales celebramos el aniversario del natalicio de esta, la nación que no supo comprenderte, no te llenes la cabeza de pajaritos. No te armaron un piquete en la FIL por ser un enemigo de los poderosos, sino por onanista. No te dan tu sitio en ningún lado porque escupiste en todas las bancas cuando, por segundos, pensaste que tus amigos tenían razón y eras el genio que sabes que nunca serás. Mientras todos disfrutamos de nuestro 28, tú ve cómo te las arreglas.
Siempre teniendo en cuenta que no eres un poeta maldito, Gustavito. Eres, más bien, un simple candelejón.

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