Felizmente, la estupidez no es una enfermedad. Tal como hurgarse la nariz, es un comportamiento. Una persona intelectualmente discreta puede obrar de manera inteligente. Inversamente, una persona intelectualmente dotada es perfectamente capaz de comportarse como un estúpido redomado. El fracaso de la inteligencia empieza cuando se confunde su capacidad con su uso.
Haciendo la salvedad de que no hay mérito en burlarse de una tara genética, queda sobre la mesa un tema espinoso: ¿qué tan estúpido puede ser Pedro Castillo, expresidente constitucional de la República?
Uno de sus hombres de confianza, el exministro de Defensa Gustavo Bobbio, ahora investigado en el caso de tentativa de rebelión que se le sigue, ha dado un primer aporte:
“Castillo merece ir a la cárcel por estúpido”, ha dicho.
Su exministro se refiere al despropósito de dar un golpe de Estado por televisión sin contar con el respaldo requerido, entre otros, tropa y bayonetas. Estupidez amplificada al tener como plan de escape huir en hora punta por una avenida congestionada. Su exministro no está lejos de la verdad. Dicha acción calza cómodamente dentro del espectro de la estupidez químicamente pura.
Si alguien sabía de la estupidez, e inclusive vivía de ella, era don Jorge Vega, ‘Veguita’, también conocido como ‘El Sobaco Ilustrado’ en virtud de su oficio: librero ambulante. Veguita recorría las redacciones de Lima con libros de segunda mano bajo las axilas, ofreciendo la vana ilusión de culturizar al gremio.
Él escogía anticipadamente el libro que te iba a vender. Te lo entregaba diciendo: “Escucha esto de la página equis”, haciendo un gesto para que lo abrieras como un misal. Entonces, recitaba de memoria.
Así lo hizo con esa pequeña joya que es La historia de la estupidez humana, de Paul Tabori. “Abre la página 3”, dijo. Y empezó:
Algunos nacen estúpidos, otros alcanzan el estado de estupidez, y hay individuos a quienes la estupidez se le adhiere. Pero la mayoría son estúpidos no por influencia de sus antepasados o de sus contemporáneos. Es el resultado de un duro esfuerzo personal. Hacen el papel del tonto. En realidad, algunos sobresalen y hacen el tonto cabal y perfecto. Naturalmente, son los últimos en saberlo, y uno se resiste a ponerlos sobre aviso, pues la ignorancia de la estupidez equivale a la bienaventuranza.
Veguita me hizo la puesta en escena tres veces, y tres veces le compré el mismo libro. En la última ocasión reparé en mi estupidez, pero era tan singular Veguita, y tan delicioso el libro —un estudio y antología de la estulticia—, que coleccionarlo parecía un acto de astucia inadvertida.
El libro de Tabori sigue teniendo razón. Aplica perfectamente al caso del señor Castillo, que amerita mención entre sus páginas. Habiendo perdido el juicio de antemano, su estrategia es politizar el proceso y la mejor manera de hacer eso es mediante estupideces. De nada sirve indignarse; hay que observar esto como se contempla la erupción de un volcán u otro evento autodestructivo y peligroso. Por eso, Tabori hace una advertencia al respecto: la estupidez siempre ha resurgido gloriosa de los más furiosos intentos por revertirla. Como las cucarachas, es invencible.
El autor sostiene que la estupidez es lo opuesto a la sabiduría. La diferencia es que mientras que el sabio conoce la causa de las cosas, el estúpido las ignora, obviando la relación entre causa y efecto. Sobre esto, el señor Castillo acaba de hacer una formidable confesión de parte:
“Yo no deseo participar en este juicio”.
Para satisfacer ese deseo le bastaba con no dar un golpe. No ordenaba a la policía que cierre el Congreso y arreste a autoridades, y no pasaba nada. Cierto es que desde el inicio de su corto mandato el señor Castillo dio muestras repetidas de estupidez. La pasión política hizo que el señalamiento de esto fuera calificado como discriminación, racismo o —aún peor— fujimorismo, cuando simplemente se trataba de algo tan natural como mirar llover. La estupidez fluye, no miente.
Tras meses de forzada reflexión, el señor Castillo podría haberse mostrado dispuesto a redimirse, apostando por la segunda oportunidad honorable, siempre disponible al zombi político. Por el contrario, está demostrando que su comportamiento dominante no acepta enmienda, tal como dictan los cánones. Kissinger lo decía más claro: al llegar al poder, los políticos no son capaces de aprender nada que vaya contra sus convicciones. El señor Castillo está convencido de que hacerse el estúpido rinde políticamente. Posiblemente tenga razón.
La estupidez tiene como punto débil lo que al mismo tiempo es su fortaleza: a diferencia de un cálculo renal, la estupidez no duele. El estúpido no siente ninguna urgencia por dejar de hacer estupideces.
Puede doler de otra manera, quizás peor. Sucede cuando el estúpido tiene éxito. Esto incluye ser elegido presidente o que siga siendo considerado una víctima, tal como lo confirma el bobo genial de Roger Waters.