Bueno, sí -dijo Castillo y luego, hablando casi entre dientes, agregó-. Si perdíamos le daba a Bolivia todo el litoral de Tacna y Moquegua. Foto: Giancarlo Avila / @photo.gec
Bueno, sí -dijo Castillo y luego, hablando casi entre dientes, agregó-. Si perdíamos le daba a Bolivia todo el litoral de Tacna y Moquegua. Foto: Giancarlo Avila / @photo.gec

Cuando el árbitro dio el pitazo final, las miles de almas presentes en el Estadio Nacional, con las gargantas ya gastadas por el apoyo constante, tuvieron todavía fuerza para lanzar un sonido final, ininteligible, mezcla de alegría, alivio y satisfacción por el deber cumplido. Los hinchas, repartidos en pequeños islotes por la pandemia, fueron testigos privilegiados de una victoria contundente, justa y necesaria. En los palcos, la celebración no era menos eufórica. En uno de ellos, ubicado en el centro superior del sector occidente, el presidente tenía la sonrisa tatuada en su rostro. Tres veces se había quitado el sombrero para gritar los goles de la selección. Y cada vez, de pie, se había apoyado contra el vidrio blindado que protegía el palco presidencial, golpeándolo con el puño y empañándolo, literalmente, con su aliento.

En medio de la celebración de sus acompañantes, el presidente, sin dejar de sonreír, dejó su butaca y caminó hasta una pequeña sala ubicada en el otro extremo del palco. En ese momento, el edecán llegó y quedó de pie a su lado.

-Lo veo muy contento, señor presidente.

-Estoy feliz por el triunfo, pero también porque le gané una apuesta a Evo. Y eso que le regalé el empate.

-¿Ah, sí? ¿Y qué apostaron?

-Si Bolivia perdía me daría un saco de harina de hoja de coca.

El edecán sonrió.

-Y si Perú perdía, ¿qué tenía que darle?

Los ojos de Castillo empezaron a moverse a todos lados.

-¿Qué le iba a dar si perdíamos? No importa. Yo sabía que íbamos a ganar.

-Pero algo habrá apostado.

-Bueno, sí -dijo Castillo y luego, hablando casi entre dientes, agregó-. Si perdíamos le daba a Bolivia todo el litoral de Tacna y Moquegua.

El edecán miró sorprendido al presidente.

-Pero no te preocupes. No había posibilidad de perder, ¿o sí?

El palco presidencial respiraba al ritmo de la veintena de personas -amigos, seguridad, asistentes y ayudantes- que conformaban el séquito de Castillo. Los más cercanos seguían todavía en las sillas y los demás -la mayoría- permanecían de pie, comentando todavía las reminiscencias del encuentro, señalando y ubicando en la cancha, ya casi vacía, el recuerdo de cada jugada, de cada gol, o mirando las repeticiones en el televisor colgado en la pared.

Entonces, un abrupto y generalizado murmullo creció rápidamente en la entrada del palco. Hasta allí, como hipnotizados, acudieron casi todos los invitados del presidente. Con sus celulares en ristre, rodearon la figura quijotesca del recién llegado: el profesor Ricardo Gareca.

-Vaya, lo trajeron -dijo Castillo.

-Sí -dijo el edecán-. Pero dijo que no tenía mucho tiempo. Igual le prometimos que sería una reunión breve.

Guiado por la seguridad del presidente, Gareca caminó unos metros y llegó hasta la sala donde se encontraba Castillo. Este ya estaba de pie, esperándolo. El presidente y el director técnico de la selección peruana de fútbol se dieron la mano. A pedido del fotógrafo del área de prensa, el apretón se prolongó segundos más de lo habitual.

-Le parece si bajamos -dijo Castillo-. Así podremos conversar con mayor tranquilidad.

-Claro, señor presidente -dijo Gareca, esbozando una sonrisa voluntaria, de cortesía.

- ¿Usted sabía que este palco tiene otro ambiente abajo?

-Y, sí, algo de eso escuché.

Mientras bajaban por las escaleras, Castillo felicitó a Gareca por el triunfo y este agradeció: todo es producto del trabajo de los muchachos. En el ambiente de abajo, más privado y más cómodo, Castillo y Gareca se sentaron a menos de dos metros de distancia.

-Lástima que en el segundo tiempo no pudimos meter más goles.

-¿Le gusta mucho el fútbol?

-Algo sé. Es más, yo le podría aconsejar algo para el próximo partido.

-Y, bueno, vio que estoy entre un 4-4-2 y un 3-5-2. ¿Usted qué dice?

-Yo creo que con un 2-0 es suficiente.

Gareca contuvo el impulso de responder. Se limitó a encogerse de hombros

-Su gente me dijo que quería hablarme de algo en particular.

-Sí, mire, señor Gareca -dijo Castillo-. Como usted debe saber, acabo de cumplir 100 días en el gobierno.

-Me va a perdonar, señor presidente, pero yo no me meto en política. Menos aquí donde soy un extranjero.

-Pero la gente lo quiere.

-Y, qué le puedo decir. En líneas generales sí.

-Lo que le quiero pedir no tiene nada que ver con la política.

-Lo escucho entonces.

-Quiero que salga en una campaña televisiva pidiendo que los peruanos se unan…

-Y, la unión es importante.

-Que dejen atrás los rencores…

-¿Vio que el rencor no conduce a nada?

-Y que por eso -siguió Castillo-, apoyen la realización de una asamblea legislativa.

-Pará, pará -intervino Gareca-. Pero qué me estás pidiendo.

-Yo no le estoy pidiendo nada. Es el pueblo.

Por segunda vez, Gareca reprimió las primeras palabras que le vinieron a la mente. Luego, tras un breve respiro, respondió.

-Con todo respeto, señor presidente, ya le dije que prefiero no meterme en política. Es lo mejor para mí, para el equipo, para todos.

-Para todos, no.

-Disculpe -dijo Gareca, poniéndose de pie-. Mejor me voy, no quiero que el bus se retrase por mí.

Castillo se cruzó de brazos y quedó pensativo.

-Antes de irse, ¿me daría algún consejo? -dijo por fin.

Gareca pensó en ponerse los dedos índices sobre sus sienes, mirarlo fijo y decirle, casi exclamarle: “¡Pensá, Castillo!”. Pero, una vez más, se contuvo.

-La verdad que no -se limitó a decir-. No soy quién para darle consejos.

Gareca apenas inclinó la cabeza, como pidiendo permiso, y luego caminó hasta las escaleras. A medida que iba subiendo y su figura iba reapareciendo en el piso superior, también iba volviendo a nacer el murmullo de los que estaban arriba. Otra vez los pedidos de selfies, de fotos, buscando la imagen que recorra, a la velocidad de la inmediatez, las redes sociales.

El edecán se acercó hasta Castillo.

-¿Qué pasó? ¿No quiso?

-No, no quiso.

-Al menos tenemos la foto con él. Diremos que al enterarse que usted estaba aquí, él insistió en pasar a saludarlo.

El sombrero se levantó y dejó ver el rostro de Castillo.

-No es mala idea.

-De repente, luego cambia de idea. Ahora debe estar pensando más en Venezuela.

-Ah, verdad -dijo Castillo, como recuperando una idea-. El próximo partido es con Venezuela.

-Sí, jugamos de visita.

-Bueno, llegando a Palacio me comunicas con Maduro.

-¿Va a apostar con él?

-Sí, estoy en buena racha.

-¿Y qué va a apostar?

-No sé. Si pierde o empata que me mande un barril de petróleo.

-¿Un barril de petróleo? -repitió el edecán-. Y si Perú pierde, ¿qué le manda?

El presidente se hundió entonces en un profundo silencio. El edecán dudó si lo había escuchado o no. Entonces le reiteró la pregunta.

-Sí, sí te había escuchado -dijo Castillo-. Solo estaba pensando. Creo que ya sé qué le voy a dar si pierdo. Antes, respóndeme algo.

-Claro, dígame.

-¿Ya se vendió el avión presidencial?

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