Hace 40 años el Muro de Berlín separaba a Europa: capitalismo vs. comunismo eran las mitades en las que se dividía. China aún no competía, el liderazgo lo disputaban Estados Unidos y la Unión Soviética. Era una guerra cruel, como todas, pero se llamaba ‘fría’ porque no se disparaba, solo se amenazaba. Cada imperio tenía un arsenal de bombas atómicas suficiente para destruir al resto del mundo y, de paso, suicidarse. La gente se moría de miedo por el apocalipsis de una guerra nuclear. En esa carrera loca por ver quién podía matar más, Reagan propuso construir el SDI, un escudo de defensa contra los misiles atómicos (1983). El imperio ganador ya no sería quien tuviese más bombas atómicas, sino quien pudiese neutralizar las del enemigo. Por seguirle la corriente, la Unión Soviética gastó todas sus reservas financieras hasta que Gorbachov reconoció la quiebra y se desintegró en 15 repúblicas (1990).
Antes de eso, se detectó una falla en el sistema: lanzar misiles atómicos era una decisión política, pero todo dependía del oficial que debía apretar el botón, usualmente rojo. Era posible que se negase a obedecer por ética o instinto. Para eliminar ese riesgo, los Estados Unidos deciden automatizar el sistema y entregar a una supercomputadora WOPR la tarea de proyectar y ejecutar una guerra nuclear (1983). David Lightman, literalmente hombre brillante, hackea la WOPR sin saberlo y le propone un juego de guerra por diversión. El talento de Lightman la reta tanto que, al verse amenazada, ordena el lanzamiento de misiles de verdad. Se prenden todas las alarmas, se activan todos los protocolos, la CIA y el FBI se ponen pilas, Lightman es apresado. Como pasa en las películas, al último segundo la cuenta regresiva se detiene. ¿Qué había pasado? Lightman le propuso a la WOPR jugar al tres en raya, que es un juego en el que, si no hay errores, nadie gana, sin importar quién tuviese la ventaja al empezar. La WOPR concluyó que, si nadie ganaba, ¿para qué iniciar una guerra? Juegos de guerra fue nominada a tres Oscar y ganó un Bafta (1983).
El conflicto nos precede. Antes de que existiéramos ya se peleaban los dioses o los ángeles y los demonios por cuenta de ellos. En nuestra mitología, lo primero que ocurre, después de la creación y de la pérdida de la gracia en la que se vivía en el paraíso terrenal, fue la guerra civil entre Caín y Abel. Ya está visto que nadie gana, ni siquiera en las victorias justas, porque el tiempo mide los costos en muertos, desaparecidos, hambre, desempleo, recesiones, migraciones y deterioro de imagen. Entonces, ¿para qué las guerras? La respuesta más simple es porque, dado un conflicto, las partes no se entendieron para resolverlo. Pero hay otra más sutil, la bravuconada, agresividad extrema para forzar un acuerdo más a favor. A veces funciona, como en el reciente cese al fuego en Gaza. Desde la campaña electoral, Trump había anunciado que acabaría la guerra, a su estilo. Sin duda, los radicales de Hamás debieron entender que con Trump de presidente no lograrían condiciones mejores de las que ofrecía Biden y se apresuraron a cerrar las negociaciones como estuvieran.
Pero, cuando no funciona, la bravuconada es irreversible y la guerra inevitable. Entonces, el conflicto se potencia tanto que no hay arreglo hasta que, según los usos de la guerra, una parte sea derrotada (Atahualpa); por eso, la manera más rápida de terminar una guerra es perdiéndola (Orwell). No obstante, esa parte vencida almacena resentimiento para la revancha. Esas experiencias enseñan que hay un primer tiempo y espacio propicio para resolver los conflictos porque luego con las bravuconadas y las guerras casi es imposible. Aprendamos de lo que cuestan las guerras, porque en la agenda tenemos varios conflictos en camino. En economía, las minerías formales contra las informales. En política oficial, los partidos contra las franquicias. En política real, los clásicos de siempre, con sus mochilas a cuestas, contra los secuaces de la economía criminal. En sociedad, los abismos entre los que tienen de más y los que ya no tienen. En el horizonte, si no se resuelven ahora esos conflictos, terminarán en guerras, calientes o frías, pero guerras al fin. Entonces, volveremos a morirnos de miedo.