En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: estando por viajar el Señor llamó a sus tres siervos. Dio cinco talentos a uno, dos a otro y uno al tercero. Los dos primeros pusieron a trabajar los talentos y los duplicaron. Cuando rindieron cuentas, el Señor se alegró y los recompensó con la dicha eterna. El tercero, temeroso, prefirió guardar el suyo para devolverlo intacto. Vano intento, el Señor montó en cólera. Le llamó siervo inútil y lo mandó a las tinieblas de fuera, donde habría llanto y rechinar de dientes. Según el Evangelio de San Mateo, es palabra de Dios. En este tiempo, en cambio, lo que indigna son los crímenes por corrupción. Es la tendencia por tanta coima descubierta. La opinión pública clama prisión por el robo al fisco. Era el dinero ganado con mucho esfuerzo por los contribuyentes, entregado para financiar los servicios públicos.

Pero la coima es, digamos, el 5% del costo de la obra. Si esta no es útil para la sociedad, el daño por el despilfarro del 100% es 20 veces mayor. El coimero apesta éticamente, por eso tiene el desprecio popular. Sin embargo, pasa desapercibido el funcionario que por pereza o por cobardía no decide ni hace nada, o el que ejecuta un proyecto ineficiente. Ejemplos: no comprar vacunas a tiempo; la piscina en un pueblo que no tiene agua; las computadoras para una escuela que no tiene electricidad ni Internet; el coliseo para cinco mil personas en una zona donde viven menos de la mitad; el monumento a la ojota; los permisos que no se conceden por temor a reclamos sociales; o, las tomas de carreteras que se toleran para no incendiar la pradera. Hay que agregar proyectos discutibles y apresurados, como la remodelación de la refinería de Talara, el aeropuerto de Chinchero, el puerto en Paracas o el by-pass de Castañeda.

Es verdad que la corrupción genera un daño enorme a la autoestima nacional y una pérdida patrimonial grosera. No obstante, la parálisis de la burocracia ataca la capacidad misma de funcionamiento del Estado y el despilfarro hace perder muchísimo más dinero. Peor aún: cuánto hambre, cuánto frío, cuánta enfermedad, cuánto no saber, cuánta falta de justicia, cuánto desamparo se deja sin atender. Aunque no robe, el crimen del funcionario pusilánime es mayor. Hay que atacar ese mal, ofrecer una carrera pública, profesionalizarla, remunerarla bien, exigir resultados sociales y premiarlos. Si no funcionan, no hay que mandarlos al infierno, bastará con despedirlos y si hubo negligencia grave, que reparen el daño causado.

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