El tío Vitacose
El tío Vitacose

Y yo, que además de ser un niño asmático y enfermizo, era, por supuesto, un gordito chinche y sabelotodo, me sabía perfectamente toda la posología. Todas las indicaciones, las contraindicaciones y hasta los posibles efectos secundarios de todas esas medicinas y, a veces, en el colmo de la chanconería, me sabía también sus componentes químicos. Sabía, por ejemplo, que el multivitamínico hepatoprotector Vitacose contenía nicotinamida, piridoxina, cianocobalamina y alfatocoferol. Que las gotitas de sedotropina que te daban de chibolo para el dolor de panza eran, en realidad, metilbromuro de homatropina. Y lo sabía porque escuchaba a mi papá repetir una y mil veces todas esas palabras raras en voz alta para aprendérselas de memoria porque era visitador médico de Laboratorios Cipa y todos los días tenía que ir, con su guayabera blanquísima y su lustroso maletín lleno de muestras médicas, a convencer a los doctores de que –por encima de todos los demás fármacos para el hígado– prefirieran siempre recetar Vitacose. Mi papá parecía un doctor, pero no lo era. Mis abuelos no habían podido pagarle los estudios y esa fue siempre su gran frustración. El suyo era un trabajo humilde y sacrificado. Había días en que tenía que caminar más que un cartero. Si el supervisor le asignaba, por ejemplo, la zona de Villa María del Triunfo –que en aquella época era un arenal por el que no pasaban carros– mi mamá y yo ya sabíamos que el pronóstico del clima en casa se avizoraba complicado. Recuerdo haberlo visto regresar, una noche, enterrado de pies a cabeza y lanzar con furia el maletín a la basura, solo para recogerlo a la mañana siguiente. Cada vez que llegaba así, con el ánimo dark, encendía la radiola marca Admiral y buscaba en el dial su emisora favorita –Radio Reloj–, se arrellanaba en el sofá y allí se quedaba inmóvil, por horas y horas, con la pierna cruzada y la cabeza apoyada en una mano, oyendo las mismas noticias repetirse hora tras hora hasta que amanecía, oyendo el exasperante tic-tac característico de aquella radio que –a cada nuevo minuto– te recordaba el discurrir inexorable de la vida: cero cero horas con un minuto, cero cero horas con dos minutos y así. Nunca se lo dije, pero siempre me dio un poquito de pena que, cada vez que lo veían llegar a las reuniones, sus cuñados –por joder– exclamaran a coro: ¡Llegó el tío Vitacose! Estoy seguro de que la chapa le llegaba al pincho.

Una de las pocas cosas que enorgullecían a mi papá sobre su oficio era el hecho de que el famoso cómico Guillermo Rossini fuera visitador también. Muchos años antes de que yo soñara siquiera con trabajar en televisión, mi viejo me contaba que todos sus colegas cruzaban los dedos para que les tocara cruzarse con él alguna vez. Encontrárselo en la antesala de algún consultorio significaba, por supuesto, carcajadas aseguradas aunque no hubiera manera de competir con él no solo porque jamás lo hacían esperar, sino porque, obviamente, los doctores se lo peleaban. Cuando se encuentran en las salas de espera de los hospitales, los visitadores médicos han de intercambiar entre sí sus muestras gratis como si fueran figuritas repetidas, porque, de otro modo, no me explico de dónde salían esos miles de frascos de medicinas que lo invadían todo. No voy a negar que hubiera preferido que mi papá trabajara en D’Onofrio para tener la casa llena de Sorrentos y Sublimes, pero no; lo que teníamos hasta para regalar eran remedios. Tantos que jamás tuvimos que ir a la botica porque contábamos siempre con el más variado y completo stock. Y cada vez que alguien en la familia se enfermaba, nos llamaba a casa. Mi papá no era médico, pero, durante décadas, les ahorró fortunas en consultas a los parientes porque era el rey de la automedicación. No solo se daba el lujo de recetar diciéndote qué debías tomar y cómo debías tomarlo, sino que, encima, te regalaba el tratamiento. ¿Qué más podías pedir? Y así como el hijo del chamán aprende naturalmente a hacer amarres y florecimientos, yo aprendí a automedicarme tan bien que no voy al médico jamás. O, mejor dicho, voy solo cuando siento que la negra muerte se aproxima. Muy mal hecho, lo sé. Bad Beto. Amiguitos: nunca hagan esto en casa.

Sé que no ha de ser normal, pero siempre voy de farmacias cuando viajo. Es una pequeña excentricidad. Así como otros buscan visitar el museo, el parque o el estadio, al llegar a una nueva ciudad yo me afano en ubicar la mejor pharmacie, drugstore o apothecary a fin de adquirir las últimas novedades farmacológicas, el último grito de la droga. Así, por ejemplo, estoy al día con las ventajas del Lanzoprazol sobre el Omeprazol en el tratamiento del reflujo ácido, me abastezco de galoneras de Pepto Bismol Cherry para la gastritis propia y la de todos mis reporteros, de Ny Quil Severe para amanecer sin gripe después de un profundo y sudoroso sueño lisérgico, arraso con todas las cajas que encuentro de Allegra para mi alergia a los ácaros y al polen, aunque, en su defecto, puedo conformarme con Zyrtek o Claritin-D. Jamás voy a ninguna parte sin una buena dotación de Lyrica (Pregabalina, 75 mg) y de algún poderoso pain-killer (de preferencia, de origen opiáceo) en el pastillero, tampoco sin un spray nasal de Rinokid y uno de Avamys, ni puedo prescindir de un anatómico inhalador de 160 shots de Symbicort por si mi antigua asma me ataca de nuevo, ni mucho menos salgo del territorio nacional sin unas buenas ampolletas de Enterogermina con cuatro millardos de esporas de bacilo claussi, en caso de que alguno de mis estómagos pudiera ser afectado por el exceso de curry o de wasabi.

Por lo demás, llevo permanentemente en la mochila un tutti-fruti de pastillas, ungüentos, pomadas y potingues buenos para todos los males del cuerpo y del espíritu. Tan es así que los amigos ya saben que cuando me preguntan: “¿No te tendrás, por casualidad, algo para el dolor de tal cosa?”, siempre tengo. Lo único que necesito es que me digan dónde les duele. Nada más. Tampoco se hueveen. Yo soy el hijo del tío Vitacose.

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