Los taladros del infierno
Los taladros del infierno

Corrían los primeros días de julio y la primera señal de que la temida hecatombe estaba a punto de empezar fue una carta educadísima que el nuevo vecino del edificio deslizó con discreción bajo mi puerta. En ella, con un lenguaje untuoso y relamido, aquel refinado caballero de otro tiempo se deshacía en disculpas por venir a quebrantar la perfecta paz y la sana camaradería que hasta entonces había reinado en nuestra bonita vecindad. Nos comunicaba que se había comprado los dos departamentos del piso de abajo y que había decidido unirlos para convertirlos en un solo, espacioso y bien iluminado loft. Por supuesto, lamentaba de antemano los posibles inconvenientes que tal remodelación pudiera causarnos y se comprometía a que haría todo cuanto de él dependiera para que la gran transformación fuera rápida e indolora para todos. “La bulla de la demolición durará poco” –se comprometió– “a lo mucho, una o dos semanas”. Demolición. La palabrita me heló la sangre. Maldición. Si un par de minutos de ruido son suficientes para ponerme de pésimo humor, no quería siquiera imaginar el infierno que sería un par de semanas pero… vamos, quizás era yo el que estaba haciendo más drama del necesario y aquel distinguido señor de la cartita en letra impresa había sido tan amable que decidí tomármelo con soda y corté por lo sano: hice maletas de inmediato y antes de que fuera sonar el primer martillazo, me mudé, calladita la boca, sin chistar. “Haré de cuenta que estoy de viaje” –pensé y me metí a Trivago a buscar hospedaje en mi propia ciudad. Pronto encontré un hotel apacible y bastante cool, hice –por si las moscas– una reserva por todo un mes, metí en el carro el maletón con una veintena de ternos para el programa, unos pocos libros, una plantita al estilo Jean Reno en “El perfecto asesino” y me largué. ¿Qué podía salir mal? Odio la bulla y adoro vivir en hoteles: puedes levantar el teléfono y pedir una pizza a las tres de la mañana, te cambian de ropa de cama todos los días y nunca podrán regresar a tocarte el timbre cuando se te antoje un choque y fuga. ¿No es perfecto? Mi lugar de residencia pronto se convertiría en zona de bombardeo, pero cuando eso ocurriera, yo estaría a buen recaudo, a varios kilómetros de allí. Solo era cuestión de tener un poquito de paciencia.

Aquel mes lejos de casa transcurrió tan lentamente que, por momentos, sentí que fueron dos. Conocedor de la reglamentación municipal sobre construcciones, esperé a que dieran las cinco de la tarde para regresar. Pagué, tapándome los ojos, la cuentaza del hotel y conduje con dirección al área de desastre, previendo que lo encontraría todo cubierto con una pátina de cemento y tierra pero, por lo menos, con la plena certeza de que habría vuelto la calma. Trágico error. ¿Saben lo que me encontré? La guerra del Golfo. Iraq. Chechenia. Bosnia Herzegovina. Déjenme que se los cuente. O mejor, déjenme que se los cante, con el perdón de Yola Polastri:

En la feria de Cepillín
me encontré un gran taladro
TRRRRRRRR TRRRRRRRR el taladro
BUM BUM los combazos
RATATATAT el martillo hidráulico
Chiquitín, Chiquitín en la Feria de Cepillín.

Pero, ¿cómo? ¡No podía ser posible! Me habían dicho que en una o dos semanas se acabaría todo, pero ya había pasado un mes y la barahúnda continuaba. Respiré hondo, busqué la cartita del buen vecino para poder marcar su número telefónico, esperé un par de minutos a que mi hígado regresara a su tamaño normal y, fingiendo perfecta serenidad y autocontrol, lo llamé por primera vez:

-Te pido mil disculpas por el malestar y la descoordinación –me dijo.
-Me dijiste dos semanas y pasó un mes. Van a ser las seis de la TRRRRRRRR TRRRRRRRR tarde y siguen demoliendo.
-Mil disculpas. Déjame llamar a la arquitecta, por favor, no me cortes.
-Pregúntale por BUM BUM favor cuántos BUM BUM días durará esta BUM BUM bulla.
-En este instante la arquitecta le está preguntando al maestro de obras. No me cortes. Mil disculpas.
-¿Podrías pedirle que RATATATAT mañana traten de no RATATATAT empezar tan temprano? Yo acabo de trabajar muy RATATATAT tarde, ¿sabes?
-Mil disculpas. Te pido un favor: ¿son ruidos de martillazos, de demolición o de algo distinto?
-¿Y qué diferencia TRRRRRRRR TRRRRRRRR hace? ¿Qué quieres que TRRRRRRRR TRRRRRRRR te diga? ¡Es el ruido de un helicóptero encendido TRRRRRRRR TRRRRRRRR dentro de mi departamento!
-Mil disculpas. Me dice la arquitecta que el maestro de obras le ha explicado que no es que estén taladrando paredes, no, lo que pasa es que están llenando bolsas con desmonte y como hay fragmentos de pared que no entran en las bolsas tienen que usar los taladros para romperlas, pero que no están taladrando las paredes.
-¿Y no es exactamente lo BUM BUM BUM BUM mismo?
-No es lo mismo. Se trata de una situación excepcional. Mil disculpas.

Tres meses más tarde, el alcalde de Miraflores y hoy alcalde electo de Lima, Jorge Muñoz, ha venido a mi programa a comer tripulina y yo aprovecho el corte comercial para hacer un poquito de catarsis y le cuento mi triste historia. Me pregunta cuál es mi edificio. Ah, ese, es lindo. Me encanta. A mí también. ¿Has llamado a Fiscalización? La verdad, a quien quisiera llamar es a mi mamá. No, señor alcalde, no he llamado. ¿Le has dicho a tu nuevo vecino que existen reglas? Debe saber que están de adorno, su papá ha sido alcalde también. (No puedo evitar sentirme un poquito Korina Rivadeneira clamando: “¡Revisa mi caso, PPK!”. No puedo evitar sentirme un poquito Sandra Plevisani en traje de aeróbicos quejándome amargamente de que los Meches de los clientes del restaurante Central se siguen estacionando frente a mi fachada, de que sus oblongos choferes siguen estropeándome el paisaje).

El 2 de noviembre de 2018 a las 6:30 de la tarde, cuatro meses más tarde, decido volverlo a llamar:

-¿Aló?
-Está bien, está bien, estás en todo tu derecho de llamar al Serenazgo y que me impongan una multa, Beto. Ten por seguro que yo no me voy a molestar contigo ni te dejaré de saludar cuando nos crucemos en el edificio. Te doy mi palabra.
-¡Pero ya TRRRRRRRR TRRRRRRRR van BUM BUM cuatro RATATATAT meses!
-Mil disculpas. No te escucho. ¿Podrías repetir?

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