Créanme. Nunca he estudiado tanto para una gran prueba salvo, quizás, cuando batallaba, a sangre y fuego, con el álgebra en las semanas previas a mi examen de ingreso a la universidad. Eran las postrimerías del régimen fujimorista y Vargas Llosa, tras una larga ausencia, regresaba al Perú en vísperas del fraude electoral de la re-reelección para presentar una novela que era, además, un nuevo alegato contra la dictadura: La fiesta del Chivo. Los periodistas de los principales canales de televisión ya tenían agendada, de antemano, una cita “en exclusiva” con él, pero quien esto escribe no formaba, en absoluto, parte de tan selecta cofradía. Recuérdese, por favor, que la TV peruana de aquel entonces no era la de hoy y muchos de los grandes temas que debían tratarse en pantalla no los decidían necesariamente los periodistas, ni siquiera los dueños de los canales sino un ente “superior”. Todos saben que era esta instancia la que decidía qué se decía y qué se callaba, a quién se vetaba y a quién se entrevistaba, qué se le preguntaba y, sobre todo, qué no se le preguntaba. Y si había un entrevistado prohibidísimo para aquella televisión ese era, precisamente, Vargas Llosa, aquel pensador réprobo a quien Fujimori, su antiguo rival electoral, había amenazado con despojar de la nacionalidad porque “desprestigiaba al Perú”, país en el que había nacido “por un accidente de la geografía”.