Algunos no somos papa. (USI)
Algunos no somos papa. (USI)

Yo tendría que haber comenzado a trabajar el lunes pasado, pero, como la mala película de la vacancia nos obligó a correr la fecha de fin de programa, me concedí –por unanimidad– otra semana de vagancia. Vacanze son vacaciones en italiano y, resignándome mal a que una vacanze romana llegara a su fin, propuse que la primera reunión del año fuera un cosmopolita enlace vía Skype que siempre evita el odioso inconveniente de ir a la oficina.

Nos citamos a las nueve de la mañana, hora de Lima, tres de la tarde en Italia, no precisamente el mejor timing laboral para mí si consideramos que estaba haciendo la sobremesa de otro de esos omnívoros almuerzos con tan elevadas dosis de hidratos de carbono. Añádase a ello que ya llevaba yo uno que otro Negroni entre pecho y espalda y que hallábame –he de reconocerlo– algo distraidillo con la belleza de las gráciles especies que retozan por la no menos bella –pronúnciese ‘bela’– Piazza Navona de cuya fontana emergen los hercúleos colosos del goloso Bellini.

- A ver, ¿qué temitas tenemos?- pregunté, como si el océano de distancia me permitiese ignorar que el Perú coqueteaba, una vez más, con el abismo. Las ideas de temas se sucedieron en un torrente incontenible. El descanso había obrado prodigios y mi entusiasmo iba in crescendo, pero, de rato en rato, una voz repetía:

- El Papa, el Papa... no te olvides que viene el Papa.

La discusión podía estar centrada en el sismo, el Gabinete, Kenji o Mario Testino, pero ninguna idea terminaba de aterrizar porque entonces alguien contratacaba:

- ¡Ya viene el Papa!
- Curcuncho me tienen con el Papa. Basta.
- ¡Miren quién habla! ¡El corresponsal en el Vaticano!

No era que mi nulo interés en los asuntos pontificios me impidiera darme cuenta del innegable potencial mediático de Panchito, pero salíamos al aire el 22 y para ese día la gente iba a estar ya absolutamente llena de Papa.

- Tú estás allá, ¿no te parece que alguito deberías grabar? Hazte una, por lo menos -dijéronme y fue en ese exacto momento que se me ocurrió la malhadada idea.

Una idea absurda (pero divertida) que solamente podía conducirme sin escalas hacia la carcere. Pronúnciese ‘cárchere’. Una carcajada general fue la respuesta que obtuve desde Lima apenas terminé de exponer mi iniciativa: “Ahora sí enloqueciste, Ortiz. Sería hasta el culo”. No se diga más, entonces hay que hacerlo –resolví–, solo consíganme un camarógrafo. Tanto arrojo evidenciaba que no tenía la menor idea de lo que estaba proponiendo.

A la mañana siguiente, me levanté temprano en busca de mi outfit y recorrí algunas tiendas especializadas en fastuoso vestuario para ópera y teatro mas los precios de las barrocas prendas que allí se alquilaban excedían con creces el presupuesto mensual de mi programa. Luego de mucho caminar, me di con una especie de gran supermarket de articoli religiosi en el que, como si se tratara de una de esas tiendas que instalan a la salida de los juegos de un parque temático, podías comprar túnicas y sotanas de todas las tallas así como encuentras disfraces de Elsa de Frozen para todos los bolsillos en cada esquina de Magic Kingdom. El hábito blanco más económico costaba 60 euros, pero lo que no sabía cómo comprar era la simpática cachucha que se usa cubriendo la peladita y a la que –ahora lo aprendía– se le conoce con el nombre de solideo. “Las usan los obispos, los tenemos en todas las tallas, en rojo y en morado”-me dijo la ragazza que atendía. Le respondí que yo necesitaba uno bianco. Me explicó, amorosa, que el único que usa solideo blanco es el Papa. ¿Y no tendrá alguno que le sobre de algún Papa anterior? Todo esto, por supuesto, balbuceando mi perfecto itañol, producto de dos ciclos estudiados en el Raimondi, el siglo anterior. Mi dispiace- me respondió. Me estaba diciendo que lo sentía mucho. Le supliqué que se diera una vueltecita por el almacén y buscara una vez más. Lo hizo y –aleluya– encontró uno con las medidas de testa de Ratzinger que me quedó pintado. Cien eurazos en total me salió la gracia. Dispiace se pronuncia ‘dispiache’. Como cuando nuestras tías nos decían “no me piache”, más o menos.

Una vez que tuve ya todo oleado y sacramentado y a mi paisano camarógrafo apretando REC, me metí en el baño de un café y salí de él transformado en superhéroe más rápido que Clark Kent. Veinte pasos me separaban de la Piazza San Pietro y veinte más del encuadre de la cámara frente a la cual grabaría la promoción de relanzamiento de programa más achorada de la que tenga memoria. Unos turistas japoneses fotografiaron el momento en que bendije, tembloroso, a una viejecita que se había aferrado a una de mis mangas papales y se resistía a soltarla hasta que yo no le soltara unas monedas. Sudaba helado por debajo de mi bendita cachucha, pero seguí adelante. Di los cuarenta pasos, llegué hasta el centro de la plaza. Todo lo que me faltaba hacer era girar para que la cámara descubriera la triste realidad, que ese pontífice bamba era yo y que no todos somos Papa cuando… de súbito, tres patrulleros de la Polizei Vaticana aparecieron, frenaron al unísono y me acorralaron dentro de un perfecto triángulo.

- Adesso, signore… si tolga subito questa tunica e mi mostri il suo passaporto!
(Subtítulos: ¡Ahora, señor… quítese esa túnica inmediatamente y muéstreme su pasaporte!)

Nunca pensé que me conminaría a quitarme la ropa así tan pronto, la verdad. Tuve ganas de responderle ¡buon giorno, principessa!, pero estaba claro que mi sentido del humor no sería del todo agradecido. Era uno de esos momentos aciagos en que lo único que deseas en la vida es tener a tu lado a la congresista Karina Beteta como intérprete exclusiva. “¿Capish?”.

Mientras sus cinco maceteados compañeros observaban la escena de brazos cruzados, un policía de metro noventa –esculpido en níveo mármol por Bellini– me apostrofaba y se enojaba en italiano. Parecía salido de una porno sadomasoquista, su pantalón era una wet-suit azul y tenía unos pechereques tales que, en cualquier momento, harían estallar todos los botones del uniforme para dar inicio a un lujurioso Full Monty. No traía mi pasaporte conmigo, tampoco carnet de prensa ni siquiera DNI, así que ni siquiera opuse resistencia, me entregué, me dejé arrastrar por los seis hacia lo más profundo de las lúgubres mazmorras delle cárchere vaticane. Esto último es lo único que no ocurrió. También existen los milagros imposibles.

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