Tomó una canastilla y se apresuró en llenarla como si todo aquello fuera a desaparecer ante sus ojos si no lo chapaba rapidito. Leche evaporada. Leche fresca. Leche condensada. Un paquete grande de Cream Crackers. Pezziduris D’onofrio de lúcuma. Chicha morada. Turrón de Doña Pepa. Cancha serrana. King Kong. Panes de todos los tipos: francés, coliza, carioca, yema, cachito. Karamandukas. Cantidades navegables de Inca Kola. Y sobre todo, papel tualé, papel higiénico en cantidades industriales. Espectaculares paquetes de 24 rollos de papel Premium-Sensación-Deluxe de triple hoja con textura de flores, aroma a lavanda silvestre y extracto de seda. Cada anaquel de la tienda era un nuevo, hondo suspiro de emoción. La sola visión de los víveres más cotidianos parecía dejarla sin aliento. Podrán creer que me excedo en las descripciones pero no. Me quedo corto, más bien. En Venezuela, un dólar equivale a 3 mil bolívares y el salario mínimo son 18 mil (o sea, seis dólares) que no alcanzan ni para comprar un paquete de cuatro rollos de P.H. (que cuesta 23 mil). El salario mínimo es el precio de un kilo de queso fresco. O de dos kilos de carne molida. O de tres litros de aceite. O de cuatro kilos de frejol. El billete de 500 bolívares –que es el de más alta denominación que existe– ya no sirve para comprar absolutamente nada. Lo más barato: un chupetín sin chicle adentro, cuesta 800. El papel higiénico –que ni siquiera puede ser reemplazado por periódico porque ya todos los diarios han cerrado– se ha convertido en el gran símbolo de esa infernal crisis, en la metáfora perfecta para Maduro y su régimen de mierda.

Llevábamos casi un año tramando la repatriación de mi tía Judy. Su ansiado regreso al terruño desde Venezuela o desde lo poco que queda de ella. Casi un año esperando, sin reclamar, a que le revalidaran el bendito pasaporte vencido. Pero como la burocracia de las dictaduras es siempre doblemente inepta y lerda, aquel sencillo trámite jamás se realizó y las esperanzas de volver se iban esfumando como se esfuman casi todas las demás esperanzas de ese país martirizado. Mi tía Judy tiene 82 años, es la hermana menor de mi mamá y la última mujer sobreviviente de una familia de nueve. Mi plan secreto había sido traerla de sorpresa para los jubileos de doña Lourdes, la matrona de mis primos Pajuelo, también emigrada hace varias décadas a Estados Unidos. Lulú regresaba a su añorado Surquillo para celebrar su santo número 70. En mi cabeza, su otrora compañera de juegos, la tía Judy, llegaría a la fiesta –cargada con sumo cuidado por nosotros– dentro de un colorido regalo gigante que sería coronado con un gran moño. Y cuando Lourdes lo abriera, llovería serpentinas y estallaría la felicidad. Pero el santo de Lourdes llegó y también se fue. Y, mientras tanto, en la remota Acarigua, en el estado Portuguesa, el pasaporte de mi tía seguía amarillándose en el fondo del cajón oxidado del escritorio de algún gris funcionario bolivariano. Y así pasaban los días y las semanas y no había ni cómo reservarle el boleto porque no teníamos siquiera una fecha aproximada para el viaje. Su anhelado regreso al Perú se iba haciendo cada vez más improbable.

De pronto, ya en las postrimerías del mes de febrero, una lucecita pareció asomarse al final del túnel: podíamos invocar la “Declaración de Quito sobre la movilidad de nacionales venezolanos en la región”, firmada recientemente por el Perú y según la cual se resuelve no exigir pasaporte vigente a los ciudadanos de ese país y mucho menos a personas de la tercera edad. ¿Cómo no nos enteramos antes? ¡Podría haber viajado en cualquier momento! Pero todavía estábamos a tiempo. Total, el efecto sorpresa sería el mismo porque nadie sabía que vendría. Aunque, un momentito... ¿era la tía Judy venezolana o peruana? Las dos cosas. ¿Por qué entonces haber esperado tanto si se trataba, en realidad, de una ciudadana peruana retornando a su país? Sea como fuere, el acuerdo firmado por el Grupo de Lima nos respaldaba así que –listo– no se diga más: compramos el boleto, esta vez, para el día de mi santo y llegó al aeropuerto de Maiquetía con preventivas ocho horas de anticipación. En el mostrador de la aerolínea le ofrecieron una silla de ruedas para su comodidad y, ya la estaban atendiendo como una reina, cuando, de repente, alguien se percató de que el pasaporte había expirado y el vía crucis comenzó.

- Lo siento señora, pero este documento ya no le sirve para viajar.
- No lo necesito, la Declaración de Quito me ampara.
- Desconozco a qué se refiere, señora. Necesito un pasaporte válido...
- Mire, joven, yo soy peruana, tengo la doble nacionalidad.
- ¿Me permite entonces su pasaporte peruano?
- Aquí lo tiene pero… le advierto que está vencido.
- Naguará. ¿Sería tan amable de mostrarme algún documento vigente, señora?
- Aquí tiene mi cédula de identidad venezolana.
- También caducó, señora. Cónchale, vale.
- Ay, pero, ¿cómo es posible? ¿Y ahora?
- Técnicamente usted no es venezolana porque no tiene ningún documento que lo acredite. ¿Podría demostrarme que es peruana?
- ¡Por supuesto! –dijo mi tía Judy y orgullosísima, extrajo de su cartera un frágil papiro anaranjado que amenazaba con desintegrarse al entrar en contacto con el oxígeno de la atmósfera. Era su Libreta Electoral. Sí, la de tres cuerpos. El acordeón aquel que quedó descontinuado hace exactamente quince años. El funcionario de la aerolínea desdobló con nerviosismo esa antigualla, disimulando con éxito sus ganas de llorar.

Aquello estaba a punto de convertirse en un grave incidente diplomático, ahora sí. Una indefensa abuelita peruana se había quedado varada a su suerte en el aeropuerto de Caracas. Agarré el teléfono y comencé a pedir auxilio. Y a rezarle a todas mis almas. Gracias, Señor de Muruhuay. Mis plegarias fueron atendidas. Gracias, vicepresidenta Meche Aráoz, vicecanciller Hugo de Zela, ministro del Interior Mauro Medina, superintendente nacional de Migraciones Roxana del Águila, cónsul general del Perú en Venezuela Augusto Bazán y William Sunción, gerente de Estación de la aerolínea Estelar en el Perú. Mi octogenaria tía movilizó a medio Poder Ejecutivo. Y si el presidente de la República no hubiera estado conferenciando con el rey de España no tengan ninguna duda de que lo llamábamos también. No era para menos. Había que rescatar a mi tía Judy.

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