Nunca te mostraré el desierto.
Nunca te mostraré el desierto.

Hoy es el Día del Padre y mientras ustedes almuerzan con su papá, yo almorzaré sin mi papá porque mi papá ya se murió hace cinco años. Tampoco iré al cementerio porque ya fui anteayer y, encima, acerté a elegir justo el día en que ordenaban a los jardineros retirar todas las flores para prevenir el dengue y el chikungunya. No iré hoy porque sé perfectamente que, como todos los años, estará atestado de miles de huérfanos de padre como yo, que se olvidan de visitar su tumba todo el resto del año pero hoy –solamente hoy– se sentirán súper culpables si no van. Mientras ustedes almuerzan con sus hijos, yo almorzaré sin mis hijos porque no los tengo y, a estas alturas del partido, tampoco los quiero tener ni siquiera con el moderno sistema de la maternidad subrogada que, al parecer, es tan exitosa y mellicera, tampoco con óvulos congelados, ni con probeta, ni con pipeta, ni con nada que tenga la menor posibilidad de conseguir el dudoso milagro de que yo me multiplique. Carezco de la autoestima necesaria para creer que soy tan chévere, tan buena onda y tan chingón que urge garantizar mi descendencia sobre la tierra, que hay que pensar en el futuro de la especie perpetuando mi abolengo y mi linaje, que no estaré completo hasta que no haya generado algunos mini-me, unos cuantos Betitos Orticitos en miniatura, indispensables pequeñas réplicas de mí mismo, que el universo en su conjunto estará incompleto sin ellas. No. Qué va. Para qué. Como si con uno no fuera más que suficiente. Numerao, numerao, viva la numeración. Sabrán disculparme, mis queridos innumerables, pero la reproducción no es asunto mío. A mí lo único que me multiplica es el espejo.

Me he tomado la libertad de parodiar el título del último libro de mi buen amigo Renato Cisneros (Algún día te mostraré el desierto. Diario de paternidad, Alfaguara, Narrativa Hispánica) para subrayar esa conmovedora condición de forever alone a la que siempre quedamos relegados, por oposición, todos aquellos que osamos desobedecer al bíblico mandato de id y multiplicaos. No solo la mujer que no pare es considerada trunca, fallida, incompleta, el varón que deja caer su simiente en la tierra y se abstiene de preñar, también. Carecer de crías te convierte prácticamente en un sospechoso, en un bicho raro, en un freak. Les pongo un ejemplo didáctico: la oficina de producción de mi programa, sin ir muy lejos, se convierte todas las tardes en un alegre club de padres –aunque a veces más me provocaría decir “de madres” de frente– que se vuelve, cómo te explico, un comité del Vaso de Leche por el que van desfilando otros jóvenes padrillos o padrazos –primerizos o multíparos– de distintas áreas del canal, que llegan cargados de fotos de sus retoños, de preguntas sobre crianza y de simpáticas anécdotas infantiles para intercambiar: ¿Tu bebito ya sabe hacer popó? El mío ya hace ñañá, teté y pupú. Han encontrado pues en tan bendecida condición una genuina identidad, una pertenencia, un factor de unión y confraternidad. Huelga decir que nada tengo yo que hacer en semejantes cónclaves, nada tengo que decir sobre el particular, ¿qué pito toco yo en una actuación por el Día del Padre, en una asamblea de la Apafa? Ninguno. No tengo ninguna opinión sobre la importancia de que el feto escuche Mozart, desconozco las bondades del DHA del Pediasure o los prebióticos del Enfagrow Premium ni sé cuáles serán los turnos de las señoras del pool de la movilidad del Beata Imelda. “Te burlas porque eres un infeliz resentido, porque, en el fondo, nos envidias” –dirán con todo derecho aquellos que puedan sentirse heridos en sus paternales susceptibilidades por mis impertinentes comentarios. Por supuesto. Los envidio a muerte. Lo que yo anhelo, en el fondo, como todos los demás, es una casa bulliciosa con un montón de pequeños locos correteando entre las piernas de la gente y entre las patas de las mesas y dejando sus pisadas de barro sobre la alfombra y rompiéndolo todo y viniendo todas las mañanas a despertarme y saltimbanqueando, desde que amanece el día, sobre mi cama, sobre mi almohada, sobre mi cabeza. Es precisamente por eso que tengo no uno, sino ocho perros callejeros. Ocho perros chuscos, recogidos de la calle: Bronx, Pepo, Struki, Lèon, Bonnie y Clyde, Osito y Osazo. Perro, he ahí a tus hijos. Perros, he ahí a su padre. Si no me creen, vayan y pregúntenles con pana: Who’s your daddy?

Como les iba diciendo, hoy no almorzaré con mi padre ni con mis hijos, no, señor, hoy almorzaré con tres de mis mejores amigos gays (los que no tienen hijos, se entiende) porque hemos quedado en celebrar el Día del Sugar Daddy, difícil rol que también exige de nosotros un total sacrificio espiritual y material, una entrega en cuerpo y alma. (Si no saben lo que es un sugar daddy, lo van a tener que googlear porque no se los voy a poder explicar aquí, recuerden que este es un diario familiar). Luego del almuerzo seguro que vendrán a visitarme, sin falta, algunos agradecidos delincuentes que también me dicen papá. Papá Vándalo, para ser exactos. Ya saben: fui su profe en la cana y así me dicen hasta ahora. Más de una vez me han escrito que fui mucho mejor papá que sus propios papás, lo cual tampoco ha de ser una valla demasiado alta en este pobre país de padres agresores o ausentes. Vendrán a verme, decía, cuatro o cinco de mis entrañables exconvictos con los que seguro iremos a ver la última de los X-Men y después a por tiramisú, profiteroles y capuccinos con crema a Dolce Capriccio para angustiar un poquito a las señoras que asegurarán, con cadenitas, sus carteras a la mesa.

Espero nomás que no me regalen un elefante de cerámica en frío o algún otro objeto de artesanía carcelaria porque de eso, en esta vida, ya he tenido suficiente. Dato curioso: mientras escribía esta nota despotricando de la efeméride, recibí una llamada de la recepción de mi edificio: era el portero que me anunciaba que me habían dejado un regalito, el enternecedor cuadro que ilustra esta página y en el que, bajo la leyenda “Te quiero, pa”, aparecemos, muy bien dibujados, Bas Branny y yo. Bas es el clásico asistente de producción pagado de su suerte al que nadie puede botar porque está protegido por la inmunidad que le otorga ser el engreído del jefe hace nueve años. Gracias, gordo. Nada más. Si alguien se sintió ofendido aquí, no lo lamento. Tampoco lamento no haber optado esta vez por uno de esos melancólicos textos cargados de añoranza a los que quizá los tengo malacostumbrados. Mil disculpas, pero esta vez no me dio la gana de ponerme triste. Feliz día pues, papirriquis.

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