Llévame contigo
Llévame contigo

"Quería un sitio donde poder deambular sin que nada tuviese sentido. Las ciudades europeas me resultaban demasiado familiares. Las ciudades norteamericanas se parecían demasiado a las europeas. Quería una ciudad sin calles. Un guion que no pudiese leer. Puro olvido". Lawrence Osborne. Bangkok.

Soy mediocre para la crónica de viajes. Jamás tomo notas porque cuando lo hago, siento que estoy reporteando, es decir, trabajando y apenas caigo en la cuenta de ello, me asusto y dejo de hacerlo de inmediato. Se considera que un viaje ha sido realmente bueno cuando los libros vuelven a casa sin leerse, pero, sobre todo, cuando la libreta vuelve sin escribirse. Creo en eso, a pie juntillas. Se viaja para desaparecer completamente y, recién entonces, poder mirar. Para poder mirar otra cosa que no sea esto. Además, no sé ustedes, pero yo, más que viajar, vagabundeo y cuando hago eso, estoy tan distraído que, al regresar, no me acuerdo de nada que valga la pena contar y aquello de lo que sí me acuerdo es porque no se los puedo contar. Alguna vez he escrito crónicas viajeras de las ciudades más random del mundo, única y exclusivamente cuando me he sentido enamorado de cada una de ellas: Bangkok, New York, Marrakech, La Habana. Las considero crónicas mediocres porque no hablan de las ciudades, sino de mí. Hablan de mí en esas ciudades. Del efecto que causan en mí la locura y la belleza de esas ciudades, claro, pero no le aportan al lector viajero potencial ninguna información de utilidad. Y aunque, como decíamos en el capítulo anterior, pocas cosas gozo más que viajar solo, llega el momento –qué duda cabe– en el que uno se cansa un poco de seguir siendo el número impar. Sea por cierta deformación profesional de hijo único vitalicio que está programado en la eterna chamba de conseguir compañía ideal para el paseo (como si fuera un rubro más de la planificación turística), o por una genuina y profunda vocación de sugar daddy, siempre he disfrutado invitar amigos –y también amigas, ¿qué les parece?– a hacerme la taba en alguno de mis famosos, interminables viajes. Aunque más que viajes, vienen a ser pequeñas expediciones. Safaris. Travesías que son, en realidad, el único lujo que me interesa en esta vida. Aunque quizás debería haber escrito, simplemente: “Que son lo único que me interesa en esta vida”. Y no estoy hablando, por supuesto, de la excitación de un tour guiado por las almenas del Castillo de Chancay o de un frenético recorrido en kayak por los procelosos rápidos del río Lunahuaná. No. Estoy hablando de vuelos larguísimos, transoceánicos, extenuantes, de vuelos de miles y miles de kilómetros hacia remotos puntos del globo donde nadie sea cristiano, donde nadie hable español, parajes desde los cuales volver aquí parezca una idea ridícula, delirante.

“Hasta que no hayamos hecho un viaje juntos no podrás decir que me conoces de verdad” –le dije a L., convenciéndola de que me acompañara a un destino veraniego e improbable: Panamá. Mientras otros fundaban empresas offshore, nosotros paseábamos, de lo más candelejones. Aprovechando una tarifa sospechosamente baja de Aerocontinente, acudimos juntos a una convención internacional de modelos latinos donde no pudo conseguir novio porque no había ni un solo modelo –ni uno solo– que fuera heterosexual. A F. le dejé los pasajes y la reserva de hotel cinco estrellas por debajo de la puerta de su depa con una romántica notita que decía “allá te espero” y esperé para siempre porque el huevón jamás llegó y fue reemplazado de emergencia por varias docenas de súper finos negros que, por si acaso, son unos soberbios cigarros de Cuba. “Todo deseo es sufrimiento” –reza un milenario proverbio budista y tiene razón. Con M. y E. compartimos una suite muy chic en el Plaza por una semana como celebración de sus respectivos cumpleaños, pero, hete aquí que salió a la luz un nuevo vladivideo, debí regresarme a Lima antes de lo planeado y olvidé dejar reservado el remisse al aeropuerto para mis amigos que debieron llegar hasta el aeropuerto John F. Kennedy arrastrando con suma dignidad sus carry-on por el borde de la carretera. El problema de viajar con Ch. no fue lo difícil que resultaba lograr que despegara los ojos de la pantalla de su smartphone para contemplar cada una de las maravillas que se sucedían, una tras otra, como diapositivas, por la ventanilla del taxi sin que él las viera. El problema fue que todas las fotos que tomó durante los cortos días y las largas noches que fatigamos juntos las calles de Szentendre fueron selfies, con lo cual me dejó con la siempre confusa sensación de no haber existido, de no haber llevado a nadie conmigo, de no haber estado nunca allí.

- ¿A qué te dedicas?
- A mantenerme a flote.

Gracias a las delicias del canje publicitario que los influencers de hoy han sabido aprovechar tan bien, invité a la rica y desafiante ML a un resort all-inclusive de Cancún mediante una afanosa carta manuscrita con Finepen azul sobre papeles amarillos y se me hizo: dormimos juntos en una cama king con vista al mar en la que, por supuesto, dormimos y nada más que dormimos hace cosa de doscientos años, cuando nada hacía sospechar que éramos lesbianos. O quizás sí. La mala idea de que B. fuera avanzando sin mí en su primera vez al Viejo Continente mientras yo terminaba de grabar programas de fin de año hizo que lo detuvieran como a un vil sudaca al no poder acreditar la mínima solvencia económica –80 euros por día– ante los agentes migratorios de Barajas y me obligó a desplegar una cadena de solidaridad que movilizó a las más altas autoridades diplomáticas a fin de evitar una deportación que parecía inevitable, con el consiguiente desperdicio de su boleto aéreo y mi subsecuente soledad en las legendarias graderías del Teatro Massimo di Palermo en cuyas gradas acribillaron a la hija de Michael Corleone en El Padrino III o sorbiendo con delectación la amargura de un Negroni, con los codos sobre la baranda de Le Sirenuse como si fuera un chuchan boy, de cara a un salvaje amanecer que centellea sobre las soñadas aguas de la costa amalfitana. He dicho todo esto solamente porque me sirve como pretexto para avisarte por periódico que este 15 me vuelvo a ir. ¿Vienes conmigo o me voy solo? Habla. Hasta que no hayamos hecho un viaje juntos, no seremos lo suficientemente amigos.

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