Irma
Irma

Te alegrarías si vieras cómo me apapachan las señoras en la calle. Los señores no, solamente las señoras. Apenas me ven, me abren los brazos de par en par, como a un hijo perdido y reencontrado. Me toman por los cachetes y hacen que me vuelva a sentir el mismo niño gordo y chuncho al que tus amigas hacían ruborizar con sus piropos y sus mimos: ¡ay, qué buenmozo!, ¡ay, me lo como! Pucha, Diego. ¿Te imaginas? Ya tengo cincuenta años, madre, ya soy un tío pelado, renegón, de barba blanca, ya no estamos para engreimientos. ¿Qué pasará por sus cabezas? Supongo que habrán de verme como el clásico hijito oveja negra, como el problemático, el inadaptado al que al final quieres un poquito más precisamente porque es el que peor se porta, porque es el que más la caga. Supongo que, al ser hijo único, eso también era responsabilidad mía: ser el peor y el mejor, al mismo tiempo, ser el exitosillo y el perdedor, ser el mayor y el menor y el del medio. Eso era lo que siempre me decía mi abuela Zoila, tu mamá: “tú tienes que valer por todos los hijos que ella no tuvo”. Uff. Vaya costal de piedras el que ponía sobre los hombros de ese pobre chico atormentado. ¿Sabes? No creo haber sido precisamente su nieto favorito. Aunque no sé si tendría nieto favorito en realidad. Vaya geniazo el que se manejaba Mamá Zoilita. Vaya que ambos tenemos a quién salir. Hace algunas noches soñé con ella, la vi clarito, de sombrero y chal, como hace 35 años. O mejor dicho: hace algunas noches vino a visitarme tal como lo haces tú, cada vez más a menudo, como queriéndome recordar algo de lo que quizá me haya olvidado. Te me presentas en sueños y es todo tan vívido y son tan hondos los abrazos que nos damos y tan real el regocijo que me causan que, inevitablemente, me despierto en mitad de la madrugada con un sobresalto y odio haberme despertado así, en la mitad de nuestra conversación, con la mitad de una confidencia atascada en la garganta, la mitad de una palabra que me despierta porque me oigo a mí mismo decirla y entonces vuelvo a cerrar los ojos para intentar, en vano, retenerte, para que no te vayas todavía, para que no te me diluyas tan pronto, para que te quedes un ratito más. Cierro los ojos, sabiendo que no podré volver a dormir, sabiendo que la prodigiosa puerta que comunica tu mundo con el mío se ha cerrado hasta nuevo aviso y que ya no podré retomar el mismo sueño donde lo dejé. Y, sin embargo, obligo a mis manos a recordar el tacto de tus manos que tanto trabajaron para edificar para mí una vida buena, obligo a mi cabeza a recordar dónde estábamos en el sueño, de qué hablábamos, qué me estabas diciendo, cómo estabas vestida, qué aretes llevabas puestos, qué perfume te habías echado y qué edad tenías porque, a veces, vienes joven y espléndida y, a veces, dependiendo no sé de qué, vienes a mí tan frágil y viejecita.

Mezclar los tiempos así, como en las películas, hubiera sido lo ideal. Hubiéramos podido enmendar algo de lo mucho que me salió mal. Hubiera sido fabuloso verte decorar la nueva casa vieja que compré lejos del mar y cerca de la sierra para que siempre –hasta en invierno– tuvieras sol y cielo azul, pero para cuando pude juntar el dinero para pagarla, ya te habías ido. Aún así, algunas veces me olvido de eso y, cuando veo una tienda de antigüedades, paro el carro y me bajo a curiosear y seguro que acabo comprando un nuevo espejo viejo para el comedor que estoy seguro te habría fascinado o las piezas que alguna vez rompí de ese juego azul de vajilla inglesa que reservabas solo para las grandes ocasiones. Hubiera podido cumplir mi promesa escolar de ganar, algún día, tanta plata como para llevarte conmigo a recorrer Madrid, Londres, París y Roma, pero la enfermedad se apuró más que todos mis preparativos y, por supuesto, llegó primero. Desde entonces, viajar se convirtió en una especie de dulce venganza. Viajar –que era lo que más amabas hacer– es mi manera de torear las penas y evadir las fechas amargas que no son pocas: tu cumpleaños, las Navidades, el aniversario de tu muerte y el Día de la Madre que procuro pasar en Argentina donde ni cuenta me doy porque allá lo celebran en octubre.

Este último Año Nuevo, quizá conmemorando tus primeros diez años de ausencia, regresé a Europa. Esperé las doce campanadas frente a la torre de La Giralda en otra de las soñadas ciudades que tantas veces te oí nombrar, caminé solo en medio de las ruidosas multitudes que entraban y salían de los tablaos y me detuve en uno donde un gitano anunciaba, con su guitarra, la presentación de la nueva soberana del flamenco: Irma. No pude evitar la risa. Justo cuando estoy a punto de ensombrecer, tú resplandeces. No creas que no me he dado cuenta de que son tus travesuras. Puedo estar caminando por las calles más silenciosas de alguna ciudad remota, puedo estar tomándome un simple café con leche a la vuelta de mi casa, leyendo los diarios, cuando de repente, de las formas más insospechadas, zas, brota tu nombre de cualquier parte. Puedo encontrarte, por ejemplo, en el teleprompter, en las noticias matutinas que me toca relatar: Cuba y la Florida en estado de alerta máxima ante la inminente llegada de Irma, huracán categoría 5, poderosa tormenta, ciclón tropical de pronóstico reservado. (Más o menos como cuando te enfadabas). O que la minivan que nos conduce en un recorrido por Lombardía se detenga para una recarga de combustible en la desconocida comuna de Irma, provincia de Brescia, parada técnica que no figura en ningún itinerario turístico, pero al que yo, tarde o temprano, tenía que llegar. O que, en la puerta de un club de música electrónica, una pizarra escrita con tizas de colores comunique el retorno a los tornamesas de la DJ más ovacionada: Irma is back! Puedo estar caminando una noche extraña de Turquía y al dar la vuelta a una esquina, un teatro barroco, muy iluminado y el nombre de una cantante morena que se anuncia en letras gigantescas en la marquesina: Irma. Tu nombre viene lento como las músicas humildes. Irma. La mitad de tu nombre basta para detener el mal. Tu nombre que cuida mis pasos adonde la vida me lleve. Tu nombre que conjura el infortunio. Tu nombre que diluye la noche negra del rencor.

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