Ricardo Gareca
Ricardo Gareca

No nos hemos abrazado suficiente. Y vaya que la sufrida Madre Patria estaba extrañando este inmenso abrazo de sus hijos. Mira ese Estadio Nacional, mira cómo resplandece iluminado de gozo, rugiendo Perú, Perú, Perú como un solo gigante de miles de cabezas, florecido de banderas, ardiendo de ilusión, batiendo palmas y tambores, hirviendo de fervor. Los jugadores rivales no pueden creer lo que están viendo, solo atinan a sacar sus celulares y tomar fotos entre atónitos e intimidados, como turistas, nunca en sus gringas vidas han visto nada similar. Mira esos chicos de barrio convertidos, de repente, en semidioses, esos muchachos mestizos, aceitunados, cetrinos, moches, tallanes, blancos, negros, zambos, quechuas, amazónicos, cobrizos. Míralos trenzados en un solo gran abrazo colectivo, entonando a todo pulmón el Somos Libres, cantando a gritos, remeciendo las estructuras del coloso de José Díaz, absolutamente estremecidos, extáticos, conmovidos, remeciendo la ciudad, con el corazón en combustión espontánea y el rostro fabulosamente vidriado por las lágrimas. Mira toda esa gente vibrando de júbilo en las tribunas, mira a tu gente, mi gente, nuestra gente: todos iguales; vestidos de idéntico rojo y blanco, uniformados por ese mismo sueño imposible que soñamos juntos durante 36 interminables años, todos al unísono, todos iguales: el pueblo en popular, norte y sur, los más pudientes en sus palcos u occidente, todos iguales por una vez en la vida, con sus familias, con sus niños, con sus abuelos, todos con las caras pintadas del mismo color, la vincha, el tricornio y la fe ardiente en que volvamos todos a querernos de nuevo, por lo menos, un poquito. Mira a nuestra gente abrazándose indiscriminadamente, abrazando a quien sea, a quien quiera que tengan a la mano, como si fuera el hermano reencontrado. Abrazándose porque sí, porque somos la misma cosa, por ninguna razón en particular. Por demasiado tiempo, los peruanos hemos vivido en el rencor, el sobresalto, la malicia y la sospecha. Ya estuvo bueno. Abracémonos ahora. ¿Acaso no hemos peleado suficiente?

Barranco, 28 de noviembre de 2007

Querido Beto:

Quiero decirte, humildemente, que el fútbol puede ser para algunos, como yo, un mundo en el que olvidamos las verdades, la miserable realidad, (incluyendo el saber que nunca alcanzaremos la inmortalidad) y cuya compañía nos salva de la soledad, la tristeza y hasta la locura. Porque el fútbol no es un hecho real, el que tú miras, sino una ilusión, la que yo miro. Es una virtud de la mirada. Tú no ves el verde inmenso ni sientes la altura desde la que contemplas, como un dios griego, a los humanos luchar y padecer como si se tratase de La Ilíada. Será necio un gol, pero todo, lamentablemente, lo es. Hasta el sexo, desprovisto de la mirada erótica, puede ser esa descarga física de la que habla Freud. ¿Y cuál es el sentido de garabatear colores sobre un lienzo o el de juntar palabras sobre un papel? ¿Y cuál es el sentido de vivir, de respirar como un cojudo gobernado por el diafragma? El fútbol puede ser absurdo, monótono, patriotero, infantil y todo eso que tú dices, pero también puede ser un hechizo, un milagro, una creación, así como el amor, así como tu escritura, un refugio con el que soportar todo el aburrimiento, todo el tedio de esta vida inmunda. Y mucho más en nuestro país.

Un abrazo,
Constantino Carvallo

P.D: Si yo fuera tribunero, te habría mandado esta cita de tu admirado Oscar Wilde que aparece en un libro de Mark Perryman sobre Fútbol y Filosofía: “El fútbol es un juego excelente para chicas rudas, pero no resulta muy indicado para chicos delicados”.

No nos hemos unido suficiente. Vivimos inventándonos nuevos motivos estúpidos para el odio. Porque tú eres de la U y el otro es de Alianza. Porque tú eres blanco y el otro es cholo. Porque tú eres católico y el otro es evangélico. Porque tú eres creyente y el otro es ateo. Porque tú eres limeño y el otro es provinciano. Porque tú eres rico y el otro es pobre. Porque tú eres arequipeño y el otro es puneño. Porque tú eres fujimorista y el otro es caviar. Porque tú eres peruano y el otro es chileno. Porque tú eres albertista y el otro es keikista. Porque tú eres patrón y el otro es empleado. Porque tú eres salsero y el otro es chichero. Porque tú eres huelguista y el otro es policía. Porque tú eres hombre y la otra es mujer. Como en los días no muy lejanos en los que nos matábamos sin motivo, los peruanos hemos vivido en la perenne amargura del conflicto, agrediéndonos, pasando por encima de los demás, metiéndonos el carro, despreciándonos, poniéndonos cabe, tirándonos basura, deseándonos la cárcel, la enfermedad y la muerte. Hundidos, sin darnos mucha cuenta, en la mísera tristeza de la guerra. Si alguien lo duda, asómese un instante a ese inmenso vomitadero del odio gratuito que son nuestras redes sociales. Asómense a mirar y muéranse de la vergüenza. Miren cómo desperdiciamos este breve tiempo precioso sobre la tierra odiándonos con todas las vísceras del cuerpo, invirtiendo nuestra creatividad en hacernos daño como si en ello se nos fuera la vida, botando tanta espuma amarillenta por el hocico. ¿No irá siendo ya la hora de parar? ¿Acaso no nos hemos odiado suficiente?

No nos hemos alegrado suficiente. Ahora caminas por la calle y miras las caras de la gente y en todas las miradas brilla la misma esperanza. Tu país está feliz. Disfrútalo. Agradécelo. Celébralo. Ahora que por fin hemos logrado esta felicidad, tenemos que cuidarla. Que nadie la ensucie, Perú. Que nos cure, que nos una, que nos dure. ¿Acaso no hemos sufrido ya suficiente?

No nos hemos perdonado suficiente. ¿No irá siendo ya el momento de intentarlo? Ahora que compruebas que, en su hora de gloria, un peruano puede llorar como un niño, delante de todo un país, abrazando la camiseta del amigo entrañable que esa noche, por cosas del infortunio, no pudo estar allí sobre el gramado viviendo esa dicha que tanto se merecía. Ahora que compruebas que esos muchachos –a los que quizás no invitarías a tu mesa por su color, por su origen, porque pensaste que no estaban a tu altura– les han enseñado a tus hijos y a los hijos de tus hijos cuál es el color, cuál es el origen, cuál es la verdadera altura de esa alegría que nunca habían experimentado en sus vidas. ¿Podrías hacerte el favor de salir a la calle y darle un abrazo al primer peruano que pase frente a tu casa? Abre tu puerta. Derriba tu muro. Agranda tu mesa. ¿Acaso no nos hemos herido suficiente?