Pandemonio
Pandemonio

Cada vez que regresaba a Iquitos y veía que el mototaxista comenzaba a aproximarse hacia aquella infausta esquina, tenía que pedirle que cambiara de ruta de inmediato porque, de lo contrario, mi cuerpo sufría una especie de brutal reacción alérgica. Un inexplicable malestar biológico hacía presa de mí y empezaba a experimentar intensos dolores físicos, súbitas náuseas y arcadas mientras en mi cerebro estallaban de repente los ritmos lúbricos y atronadores de la samba Magalenha de Sergio Mendes:

Vem Magalenha rojão, traz a lenha pro fogão, vem fazer armação
Hoje é um dia de sol, alegria de coió, é curtir o verão.

Sé que habrá de sonar un poco estúpido, pero lo cierto es que el embrujo que esa casa ejercía sobre mí resultaba imposible de conjurar. Había salido tan herido, tan quebrado y tan enfermo de allí que yo no resistía ni siquiera la visión lejana de su fachada. Es lo que ocurre cuando el lugar en el que planeabas edificar el magno imperio de tus ilusiones se convierte en el símbolo de tu ruina, en el recordatorio perenne de la época más negra de tu vida. Estoy hablando de la Casa Morey, el histórico inmueble que, hasta el año 2003, fue la sede del peor proyecto que pudo ocurrírseme jamás, el más absurdo, el más estrambótico, el más suicida. Una idea frente a la cual cualquiera de los delirios de grandeza de Fitzcarraldo –el barco que navegó por tierra o el teatro de la ópera de Manaos– lucía como el súmmum de la sensatez. Mi magnífica ocurrencia, pretendidamente New Age –o pretenciosamente New Rich, más bien– de fundar una imposible discoteca de Berlín a pocas cuadras de Belén, a las orillas del río Itaya. Era –y si no lo creen, busquen los recortes de periódico de la época– el más ambicioso de todos mis emprendimientos. El sueño más alucinado de todos. Ladies and gentlemen, welcome to the jungle. Welcome to the place where everything is possible. Welcome to “Papá Piraña”. Así se llamó y hasta el día de hoy, quince años después, los taxistas a la salida del aeropuerto de Loreto me lo gritan como si fuera un alias. Papá Piraña. Una maldita catástrofe. Una putísima calamidad. Digámoslo con todas sus letras: una farandulera tragedia charapa.

Vem Magalenha rojão, traz a lenha pro fogão, vem fazer armação
Hoje é um dia de sol, alegria de coió, é curtir o verao.

Te te te te te te
Te te te te te te
Te te te te te te

Si tienes treinta o más y vives en Lima, quizá todavía te acuerdes de la inauguración porque salió en Lúcar durante media hora de programa. Si tienes treinta o más y vives en Iquitos, estuviste allí de todas maneras y no te la vas a olvidar jamás. Fue la histeria general, el desenfreno, la apoteosis.

Llegadas en un vuelo chárter especialmente fletado para la ocasión, mujeres exhuberantes desfilan enfundadas en diminutos vestiditos blancos bajo una salvaje tormenta tropical. Andrea Montenegro, Mónica Cabrejos, Mariella Zanetti, Paula Marijuán, muy voluptuosas y a mototaxi descubierto, abriéndose paso entre las miles de manos de la empapada muchedumbre o trepadas en lo alto de una lancha alegórica, rebosante de aguaje, pitahaya, copoazú y taperibá. Imagínatelas bailando con Ernesto Pimentel como desbordante anfitrión de este verde Moulin Rouge y junto a él, otros setecientos invitados en una noche con 32 grados de calor, embutidos en la primera planta de una casona en la que han estallado todos los aparatos de aire acondicionado.

Vem Magalenha rojão, traz a senha pro fogão te te te coração
Hoje é um dia de sol, alegria de xodó, meu dever de verão.

Te te te te te te
Te te te te te te
Te te te te te te
Te te te te te te

Quedémonos, por ahora, con esa imagen perdurable. Otro día hablamos de todo lo que pasó después, que para eso aún no me alcanza la gasolina.

Convengamos, eso sí, en que todo terminó en la más completa calamidad y en que los platos rotos no he acabado de pagarlos todavía, razón por la cual yo no había logrado –como empecé diciendo– volver a pasar por allí jamás, ni siquiera en peque-peque por el río que corre enfrente, ni siquiera con los ojos bien cerrados. Pero hete aquí que hoy, sábado 10 de febrero de 2018, lo logré. Y no solamente llegué –sin sufrir ninguna clase de epilepsia ni posesión diabólica– hasta la puerta de la Casa Morey, sino que –no contento con ello– también entré y, como ahora es un elegante hotel boutique, pedí una habitación y me alojé en él como quien se encojona y toma, por fin, la decisión de mudarse a vivir, de una vez y para siempre, con todos sus fantasmas. Atravesé el majestuoso mármol del lobby, sabiendo que eso, en el fondo, no era el lobby de un hotel, era mi pista de baile. La pista de baile en la que enloquecí (porque estaba templado), esa misma pista de baile por la cual luego me fui absolutamente a la mierda (porque estaba absolutamente templado) y por la cual –no sé si les ha quedado claro– arrojé todo el dinero que tenía y también el que no tenía en las procelosas aguas del Amazonas. Y si no me arrojé yo en ellas también fue porque necesitaba convencerme de que esta vez –si no la felicidad– por lo menos, el amor había triunfado.

Había apostado todo y, como en la vieja canción de Abba, The winner takes it all. Solo que el ganador, esta vez, no era yo.Siendo exactamente las diez de la noche, les envío este despacho desde aquí, desde mi pista de baile. Estoy orgulloso de haberme atrevido a quedarme a dormir en mi casa embrujada y quién sabe si, dentro de un rato, después de un buen par de chuchuhuasis, hasta me anime y me ponga a sambar:

Te te te te te te
te te te te te te
te te te te te te

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