La casa de los espíritus
La casa de los espíritus

Tengo una casa en la que no vivo. Una casa amable y solariega que hubiera sido perfecta para que mis padres vivieran sus últimos años. Lo malo es que cuando tuve la plata para comprarla, ya era demasiado tarde, así que la terminé comprando para nadie. No vivo en ella porque me queda muy lejos ,aunque, en realidad, me animé a comprarla precisamente por eso, porque era perfecta para cuando quisiera mandarme mudar bien lejos. Ahora la estoy guardando para cuando sea viejo. Si es que llego a viejo, claro. Si no soy viejo todavía. Quizás debería decir que la guardo para cuando sea todavía más viejo. Y como no vivo en ella, tengo que andar buscando quién lo haga por mí. Alguien que la cuide, que la limpie, que la refaccione, que la mantenga viva, alguien que viva allí por mí. No es una de esas casas modernas con piscina y bar-b-q que salen en esos programas de arquitectos de Plus TV. Es una casa antigua de muros gordos, techos de madera a dos aguas y grandes ventanas que dan a un jardín más o menos silvestre. Un jardín más o menos espesura, más o menos jungla y lo suficientemente grande como para que mis ocho perros recogidos y más o menos sinvergüenzas puedan corretear a sus anchas como si fueran los tigres de bengala de un safari. Un día, la anterior dueña de esta casa –la señora que me la había vendido–, quizás siendo presa de un acceso de nostalgia, me la quiso volver a comprar. Le dije que me dejara darle vueltas a la idea y lo consulté con un par de amigos. Amigo número uno me dijo que, sin pensarlo dos veces, se la vendiera y que con eso me comprara un departamento aquí, en la civilización, un lugar al que sí me pudiera mudar porque, al final de cuentas, soy un bicho de ciudad y, sin duda, me volvería loco allá, tan aislado, tan ermitaño, tan retirado en las afueras, pero yo le dije que no quería comprar nada aquí porque aborrezco Lima aunque sea en esta aldehuela gris donde he pasado prácticamente toda mi vida. Amigo número dos opinó en la misma dirección, me dijo que me deshiciera de ella, que cuál era la idea de seguir manteniendo una casa tan llena de recuerdos tristes. Supongo que se refería a que alberga los mismos muebles y las mismas fotos y los mismos cuadros que adornaban las casas en que pasé mi infancia, así que, a estas alturas, se ha convertido en una especie de museo personal de la memoria. Un museo que resguarda los primeros vestigios de mí mismo. Sin embargo, yo no percibo en ninguno de esos objetos familiares algún rastro de tristeza. Todo lo contrario, me gustan más los roperos aparatosos que los clósets, antes que el juvenil minimalismo de Ikea prefiero los sillones Bergere, los libreros inmensos, las mesas con tablero de mármol, los secreter. Quizás sea que, en el fondo, soy un alma vieja. Las antigüedades que a mi madre le gustaba rescatar me proporcionan una cierta, inexplicable compañía.

En mi permanente afán de que la casa en que no vivo estuviera siempre habitada, he visto pasar, a estas alturas, un pequeño ejército de cuidadores a los que, casi siempre, termino cuidando. Uno por uno han desfilado por ella todo tipo de pasajeros en tránsito, emigrados, prófugos, asilados, huérfanos y desterrados hijos de Eva que, más temprano que tarde, terminan tirando la toalla, hablando solos, oyendo ruidos extraños, viendo fantasmas sentándose en el borde de sus camas, sucumbiendo al profundo agobio que la soledad suele generar en los espíritus blandengues. Cualquier lector que sepa lo que cuesta mantener una casa podrá ponerse en mis zapatos. ¿Se imaginan ustedes lo que debe ser la obligación de pagar agua, luz, teléfono, cable e Internet, arbitrios, jardinero, seguridad… de una casa en la que no piensan vivir hasta nuevo aviso? Échenle pluma. ¡Entonces alquílala! –me dicen también. De ninguna manera, no soportaría la idea de que fuera invadida indefinidamente por una tribu de extraños a la que después no tendría cómo desalojar. Algún día voy a vivir allí, pero todavía y mientras tanto, llevo a cabo todo tipo de interminables remodelaciones: tumbo unos muros, levanto otros, renuevo baños, pisos, puertas, siembro árboles, cambio de color infinitamente las paredes, por dentro y por fuera. Fue atendiendo esta insólita manía que, hace cosa de tres años, contraté a quien parecía el guardián perfecto: un muchachón norteño aficionado a la carpintería, la electricidad y el bricolaje, un handyman. Cada fin de semana que llegaba a la casa, me sorprendía de encontrar mejoras. Puertas laqueadas, lámparas pulidas, pisos como espejos. No había nada que hacer. Este era el hombre.

La casa lucía cada vez más hermosa. Pese a su proverbial juventud, Handyman no parecía tener ningún problema con aquella vida tan contemplativa y monacal, no sentía por las noches ulular almas en pena, no lo abrumaba el silencio sepulcral, no se quejaba de que los únicos con los que podía conversar, a lo largo de la semana entera, fueran los simpáticos integrantes de mi patrulla canina. Su trabajo era tan esforzado y eficiente que llegué a concederle varios aumentos de sueldo sin necesidad de que me los pidiera. Todo iba de las mil maravillas hasta que un buen día de primavera, las cuentas de la casa comenzaron a aumentar, misteriosamente. Subió el gas, subió la luz, subió el teléfono. Qué cosa tan extraña- dije yo. El consumo de agua y jabón se elevó y pasó lo mismo con el de detergente. ¿Habrá estado Handyman extrañando mucho a los suyos? ¿Habrá estado exagerando en la limpieza?

Para salir de dudas y resolver el misterio, mandé en misión secreta a un observador internacional, un amigo gringo al que le pedí que acudiera, con su ternito impecable y su mejor cara de candidez, a tocar la puerta de la casa en que no vivo, haciéndose pasar por mormón o testigo de Jehová. Nunca le dije que era mi casa. Solo le dije que quería saber quién vivía allí, que era para un reportaje que estaba preparando. Un par de horas después, cumplida la misión secreta, mi agente encubierto me llamó de lo más feliz y contento al celular y me dijo:

-El chico es buenísima gente. Su señora, súper guapa. Me invitaron café con arepas calientes. Te puedo asegurar que es una familia encantadora la que vive en esa casa.

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