Nada es raro si has viajado. Este es uno de los rasgos típicos de Lima que mayor infelicidad me produce: demasiada gente se comporta ante lo diferente como si fueran niños de tercer grado ante un nuevo alumno con anteojos. Y cuando digo “diferente”, me refiero a casi cualquier cosa: un sombrero, un peinado, un beso, un ménage à trois, cualquier cosa. Se ríen, muertos de nervios, se dan codazos y cuchichean entre sí. No es para menos. Todo va a parecerte raro si nunca has salido de este pueblito pintoresco donde tienes que pedirle permiso al cura hasta para hacer caca. Vete de aquí a la primera oportunidad que tengas. No seas estúpido, viaja. Y viaja solo para que no tengas más remedio que conocer la jungla de la mano de sus nativos. Viaja. Es lo único que te vas a llevar contigo. Sobre todo si eres joven, viaja con la primera plata que ganes. Y si crees que ya no lo eres, con mayor razón, gástate en ello hasta el último cobre que tengas. Vive fuera, por lo menos, una vez en tu vida. Y muérete un buen rato de soledad, de nostalgia y de frío. Que seas tú el que tenga que adaptarse a todo y no al revés, que es lo que creemos siempre los engreídos de mierda de los limeños. Y hazme el favor de hablar otro idioma, ¿quieres? No lo mastiques, no te defiendas, no entiendas un poquito. Háblalo hasta que ya no necesites pensar en español. Uno, por lo menos. No me jodas. No seas tan poquita cosa.