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Beto Ortiz: La vida instrucciones de uso

Fue escuchando el discurso de graduación de la actriz inglesa Helen Mirren que se me antojó escribir el mío. Así lo tengo listo por si alguna vez me gradúo de algo.

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El año que viene cumpliré cincuenta años. Cuando tenía veinte, creía que los treinta constituirían la gran crisis y los cuarenta, el inicio de una inexorable senectud. Entonces, estaba seguro de que si llegaba a los cincuenta –acaso retirado frente a la chimenea de una cabaña en medio del bosque–, lo iba a tener todo resuelto. Ahora que me faltan apenas seis meses para arribar a dicha hecatombe, me doy cuenta de que tengo muy pocas cosas claras en la vida: unas cinco, para ser exactos. Cinco cosas que he aprendido y que quisiera compartir, así que más vale que las escriba rápido antes de que se me olviden para siempre.
Deja de aparentar. Ya todos se han dado cuenta de que estás fingiendo lo que no eres. Viví hasta los treinta años solapeando. Tratando, por ejemplo, de hacer creer que me gustaban las mujeres. Ridículos esfuerzos. Igual todo el mundo se dio cuenta de que era gay. Me hice la vida a cuadritos por las huevas. Tampoco te esmeres en verte pudiente, aunque lo seas. Ostentar es cero glamour, for God sakes. Lo único más triste que eso es creer que pareces menos viejo de lo que eres. Error. Se te ven las costuras detrás de las orejas, querido. Envejece nomás, arrúgate con confianza, quédate calvo que, de repente, tienes –como yo– la suerte del Roquefort y te pones aún más bueno con los años.
Vístete como te dé la gana. En eso sí, date el gusto de que las apariencias engañen. Poder elegir lo que llevas encima es una de las pocas libertades que te da la vida. Tengo un amigo de pies chicos que siempre calza zapatillas extravagantes: doradas, fantásticas, imposibles de conseguir. Su secreto: se las compra en sección damas, porque los mejores diseños los encuentra allí. Yo me he dado el gusto de usar arete cuando usarlo en Lima era cabrísimo y podías salir en el periódico por eso. Y también de ponerme pantalón rojo cuando no había para hombre y tenías que ir a comprártelo fuera. ¿Hay edad para ponerse cosas estridentes? Me queda claro que la chamarra de cuero con tachas siempre le va a quedar mejor a Iggy Pop, pero esa no es una razón para dejar de usarla. Dice la novia de Aldo Mariátegui que cuando quiere comprarle algo muy loco, le pregunta si él se lo pondría. Si Aldo le responde que ni muerto, entonces lo compra sobre seguro y me lo regala. Y siempre acierta. Gracias, Made.
Nada es raro si has viajado. Este es uno de los rasgos típicos de Lima que mayor infelicidad me produce: demasiada gente se comporta ante lo diferente como si fueran niños de tercer grado ante un nuevo alumno con anteojos. Y cuando digo “diferente”, me refiero a casi cualquier cosa: un sombrero, un peinado, un beso, un ménage à trois, cualquier cosa. Se ríen, muertos de nervios, se dan codazos y cuchichean entre sí. No es para menos. Todo va a parecerte raro si nunca has salido de este pueblito pintoresco donde tienes que pedirle permiso al cura hasta para hacer caca. Vete de aquí a la primera oportunidad que tengas. No seas estúpido, viaja. Y viaja solo para que no tengas más remedio que conocer la jungla de la mano de sus nativos. Viaja. Es lo único que te vas a llevar contigo. Sobre todo si eres joven, viaja con la primera plata que ganes. Y si crees que ya no lo eres, con mayor razón, gástate en ello hasta el último cobre que tengas. Vive fuera, por lo menos, una vez en tu vida. Y muérete un buen rato de soledad, de nostalgia y de frío. Que seas tú el que tenga que adaptarse a todo y no al revés, que es lo que creemos siempre los engreídos de mierda de los limeños. Y hazme el favor de hablar otro idioma, ¿quieres? No lo mastiques, no te defiendas, no entiendas un poquito. Háblalo hasta que ya no necesites pensar en español. Uno, por lo menos. No me jodas. No seas tan poquita cosa.
No acumules más mierda. Si me muriera mañana, ¿quién se ganaría con el montón de libros que aún no he leído, de discos que no he escuchado, de películas que no he visto y de ternos que nunca me he puesto? Vaya banquete para los traperos de Emaús. No exagero: sacos pulcramente guardados en sus portatrajes, con la etiqueta del precio colgando del botón y libros bien sellados dentro de su plastiquito. Y si me pusiera a inventariar muebles, cubiertos, vajilla, ropa de cama, electrodomésticos y demás cachivaches, tendría lo necesario para equipar a dos matrimonios que empiecen desde cero. Y eso que no estoy contando souvenirs, es decir, la cantidad industrial de mierda inservible que uno trae en la maleta cuando viaja. Basta ya. Basta de acumular signos interiores de pobreza. Al final, todo lo que necesitas es una gran mesa para comer con los amigos y una gigantesca cama, básicamente para lo mismo, en realidad.
No tengas miedo. Tírate de una vez desde ese acantilado en parapente. Renuncia a ese trabajo de porquería. Miéntale la madre a tu jefe. Termina con esa pareja con la que ya no tiras ni siquiera una vez por semana. Enamórate otra vez. O, en su defecto, vuélvete una monja. O una puta. O una monja puta. Qué más da. Comienza de nuevo. Escala el puto Himalaya y si no te da el presupuesto, escala, por lo menos, el Huayna Picchu. Vuélvete a subir a la montaña rusa de la que te bajaste bañado en vómito. Vuélvete a subir a un caballo y esta vez no salgas volando, bájate con la columna intacta. No tengas miedo. Lo peor que te puede pasar en la vida es morirte y va a pasarte de todas maneras. Es lo único de lo que puedes estar absolutamente seguro.
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