Foto de policía consolando a profesora. (Anthony Niño de Guzmán)
Foto de policía consolando a profesora. (Anthony Niño de Guzmán)

Llevaba dos semanas continuas de entrevistar, todos los días, a profesoras en huelga, furiosas, hambrientas, exhaustas, heridas, desconsoladas. Apenas había pasado un día desde que pude, por fin, entrevistar a la ministra de Educación, Marilú Martens, en ese despacho al que no todos tienen el mismo acceso que yo, esa oficina adornada con esos tulipanes que tanto le friegan a la congresista Yesenia Ponce. Vi esta foto de Anthony Niño de Guzmán y sentí un automático nudo en el alma. La compartí de inmediato, escribiéndole al pie, una leyenda que decía: “Un policía consuela a una maestra –que podría ser su madre– en medio de la represión y el caos de hoy. Una imagen que devuelve la esperanza”. Una maestra que podría ser su madre. Puede haber escrito “una maestra que podría ser la suya”, pero escribí “podría ser su madre”. Me sorprendió, por eso, escuchar la noche siguiente al suboficial PNP huancaíno Rodolfo La Rosa Ariza, contarle a un reportero de “La Banda del Chino” lo que había pasado por su mente en aquel momento de caos: “Al ver su llanto y desesperación, le dije: madrecita, yo estoy para protegerte y te voy a llevar a un sitio donde estés segura. La abracé y tomé su rostro entre mis manos. Me hizo recordar a una maestra que yo tuve”. Con su real identidad oculta debajo del pasamontañas, el casco, los guantes, las botas, la vara de goma y toda la parafernalia del guardia de asalto, el policía luce enorme y temible, parece un villano de película futurista, una especie de Robocop o de Darth Vader. Pero el solo gesto de acariciar el rostro de esta señora menudita y aterrorizada lo convierte –mágicamente– en un gigante tierno.

Esta tremenda foto –eso que en la jerga periodística se conoce como “fotón”– dice mucho más que los ríos de tinta que los consabidos sabihondos del reino han hecho correr para pretender explicar lo inexplicable. Este fotón es, en sí mismo, un editorial que desnuda –en todo su esplendor– el absurdo de salir a las calles a propinarnos palizas, a dispararnos gas y perdigones entre peruanos. Una profesora que vino al set –con el tobillo vendado– me contó que, en medio de la trifulca, un policía le había pedido perdón, avergonzado: “A mí me entrenaron para combatir a los delincuentes, no a los profesores”–le dijo. Yo creo que, en poco tiempo, esta imagen se convertirá en un ícono de esperanza en medio de estos días de infamia. Mientras esto escribo, cinco millones novecientas setenta mil personas la han visto colgada en mi página de Facebook. Nunca una foto, video o texto de los muchos que he compartido en redes en todos estos años había logrado ni la mitad de semejante alcance. Quizás sea porque el mensaje no puede ser más simple y, a la vez, más contundente. Peruanos: somos lo mismo, queremos lo mismo, trabajamos por lo mismo, soñamos con lo mismo. ¿Por qué, para qué, en nombre de qué nos estamos peleando así? Esta imagen feroz, esta feroz huelga, toda esta vergonzosa marcha de sacrificio de los docentes, esta inmensa crisis nacional que muchos aprovechan pero que nadie sabe cómo diablos resolver también me hizo pensar, bastante más que de costumbre, en qué hubiera hecho mi maestra en este caso. Estoy hablando, por supuesto, de una maestra extraordinaria que yo tuve: mi mamá.

No exagero si digo que mi madre nació para enseñar. Había nacido un Día del Maestro, de modo que, llegado el 6 de julio de cada año, había que comprarle doble regalo. Su papá –el abuelo al que no llegué a tiempo para conocer– era don Abdón Max Pajuelo Mejía, un respetado profesor aijino que, en mérito a su trabajo como director de varios colegios en todo el país, había sido galardonado con las Palmas Magisteriales, añejo pero imponente diploma enmarcado que conservo hasta el día de hoy. Su mejor libro, una muy documentada biografía de Don José de San Martín, contiene una dedicatoria que quizás explique mejor mi nula objetividad en lo que a profesores se refiere: “Dedicado al magisterio nacional en las personas de mis hijos maestros”– se lee en sus primeras páginas. Siete de sus nueve hijos continuaron el agridulce apostolado al que el viejo Max había dedicado su vida, cuatro de ellos incluso dirigiendo las escuelas en las que dictaban, como mi madre que –con una generosidad del tamaño de su muy temido geniazo de mariscala– dirigió, durante muchos años y en medio de mil estrecheces, su humilde escuela primaria 1022 que funcionaba –como un reloj– en una quinta más bien vetusta del jirón Restauración en Breña. En estos días convulsionados ha regresado a mi memoria el olor de la pobreza que se respiraba en aquella escuelita heroica adonde los alumnos muchas veces llegaban tiritando de frío en manguitas de camisa, malvestidos, con los zapatos rotos o descalzos del todo, en ayunas, tosiendo con tos de perro o exhibiendo en sus rostros asustados, los moretones y las costras de la violencia familiar. He vuelto a sentir el olor de las plastilinas, de las témperas y del engrudo con que se pegaban las cadenetas de papel crepé, el olor del papel bulky y de la tinta del mimeógrafo, el olor de los desayunos de pan con atún y de leche en polvo con trigor, cereal donado que había que hacer durar y multiplicarse bíblicamente. Esa era la realidad con la que la “señorita directora” –mi mamá– tenía que lidiar todas las mañanas y todas las tardes de su vida, porque trabajaba doble turno, resolviendo, ella sola, el día a día de sus blancas palomitas, un drama a la vez. Estoy seguro de que –décadas después– nada ha cambiado, que esa sigue siendo la áspera rutina de los colegios más pobres de este país, de esos niños que no le importan a nadie más que a sus nobles, admirados, magníficos, heroicos maestros.

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