Yo soy la otra
Yo soy la otra

Todo lo que sé del amor lo aprendí de Peluchín. Okey, tampoco todo. Eso –morbosillo lector– fue solo un truco eficaz para conseguir tu atención. Pero de que algo me enseñó el amigo Rodrigo González, no les quepa la menor duda. Corría el año 2012 y yo acababa de regresar a Latina después de un par de años de ausencia para hacerme cargo del noticiero matutino. Cuando eres el recién llegado del canal, por más viejo que seas, todos te tratan como al alumno nuevo del salón. Los demás talentos (no es culpa mía, se dice así) te miran con toda la desconfianza que tu horrible leyenda merece. Te olfatean, te miden, cuchichean, te tasan. Y ya no me acuerdo por qué razón, Rodrigo y yo no nos podíamos ver ni en figurita Navarrete. Seguramente algún directivo ofició de mediador para lograr el cese de las hostilidades e hizo que nos sentáramos a una mesa de diálogo como personas civilizadas. El resultado fue una especie de tácita conciliación en la que ambos, diplomáticamente, aceptábamos visitarnos en nuestras respectivas varietés. La tarde que acudí al set de “Amor, amor”, el sacador Rodrigo –que no había salido del clóset todavía– me tenía preparada una batería de preguntas de alto calibre que revelaban su elevado –y ciertamente delator– entendimiento de la cosa homosexual. Como corresponde a todo gossip show que se respete, transitamos por todos mis territorios tabloides –que no son pocos– hasta llegar a la ineludible cumbre de invasión de la privacidad a la que está obligada a abismarnos la buena prensa del corazón:

- Y bueno, Beto, cuéntanos… ¿tienes pareja? –me preguntó Rodrigo, a quemarropa.
- Sí. –respondí yo, de lo más Pancho, como si el dependiente de “La Lucha” me hubiera preguntado si quiero mi pan con pavo con salsa criolla: obvio que of course, pero por supuesto.


Pero lo cierto era que no, no tenía pareja. O, por lo menos, no exactamente. Quiero decir: tenía “alguien” pero, ahora que lo pienso, no se podía decir que se tratara de una pareja. Tampoco de un amigo con beneficios, ni de un saliente, ni de un fuck buddy. O sea, dormía con alguien, ¿ya? Dormía con alguien todas las noches, ¿okey? Con el mismo alguien, no con alguienes distintos. Pero pareja, lo que se dice pareja, no era. ¿Por qué respondí que sí? ¿Mentí en televisión nacional? Yo no diría que mentí porque si tú te crees tu propia mentira, no estás mintiendo, solo estás cegado, negado, cagado. Poseído, distraído, abducido. Tu boca dice palabras que no expresan tu real sentir, como le pasó a la Yesenia Ponce, más o menos. ¿Por qué respondí que sí? Wishful thinking, probablemente. Pensamiento anhelante: okey, parece que todavía no se ha templado pero… vamos con fe, paciencia, ya se templará. Magical thinking, de repente, pensamiento mágico: parece que este huevón de mierda nunca se va a separar de esa maldita cerda pero, quién sabe, quizás mañana, más tarde, la atropella una Custer, se atraganta con un pedazo de mondongo o le detectan un cáncer generalizado. Paciencia. Vamos con fe. Cuando intenté explicar –en cámaras– mi complicada situación sentimental, me metí solito en un enredo espeluznante que no habría podido resolver ni siquiera la famosa Virgen Desatanudos que anteayer le regaló PPK al Papa. El amigo Peluchín no salía de su asombro:

- No entiendo… ¿tu pareja tiene mujer?
- Sí.
- ¿Es hombre?
- Sí. (Producción: favor insertar aquí efecto de sonido. Onomatopeya de pato: CUEC).
- Entonces, ¿tu pareja es bisexual?
- Parece que sí. (CUEC, CUEC).
- ¿Y duerme contigo?
- Sí. (CUEC, CUEC, CUEC).
- ¿Por qué?
- ¿Cómo que por qué?
- Porque quiere, supongo. Porque vive aquí conmigo y ella vive en otra ciudad, con los hijos.
- ¡¡Los hijos!! ¿Es en serio? ¿Encima tiene hijos?
- Sí. (¡CHANNN!)
- Ah, ya. Entonces… ¡tú eres la otra!
(¡¡FUEGOOOO…FUEGOOO…!!)

La otra. La palabrita me quedó zumbando en el oído medio por un huevo de tiempo. Un rehuevo, como por cinco años, más o menos. Hasta que anoche, finalmente, vi la luz. Sucedió mientras veía “Una mujer fantástica”, la bellísima película dirigida por el chileno Sebastián Lelio y protagonizada por Daniela Vega, ambos muy voceaditos, desde ahora, para el Óscar. La historia es sencilla y demoledora: Marina está enamorada de Orlando. Orlando está enamorado de Marina. Orlando es un hombre (bien) casado y con hijos, veinte años mayor que Marina, que es la preciosa mujer trans que aparece en la foto que ilustra esta página. Orlando la conoce en un bar, ella está cantando tu amor es un periódico de ayer y el amor acontece. El otro. El amor oculto, el amor clandestino, el amor marginal, el amor prohibido, el amor disidente. Ese amor del que hay que huir como de la peste. Ese amor que “destruye a las familias” pero hacia el que tantos terminamos corriendo sin remedio. Tantos tontos. Tantas tontas juntas. Y es entonces que comienza el amor que no se atreve a pronunciar su nombre, justamente. Marina se muda a vivir al departamento de Orlando que encuentra, por fin, una razón para romper con el tedio aterrador de su existencia. Ah, ya. Entonces yo soy la otra. Así que eso es lo que fui para ti. Y para ti. Y para ti. Y también para ti. La otra. La trampa. La falsa. El otro canal. Yo era Marina y tú eras Orlando. O viceversa. Aparte del sexo salvaje, los amantes no tenemos derecho a absolutamente nada. No apareceremos en ninguna de las fotos felices del álbum. Tampoco se nos registra con el nombre verdadero en el celular. Máxime si se trata de alguien de tu mismo sexo. La misma penumbra, los mismos bohemios, la misma florista vendiendo sus rosas y claveles blancos a la media noche. Somos un sueño imposible que busca la noche. Somos un perfil sin foto, somos la conversación que se autodestruye en cinco segundos en el whatsapp, somos los padrinos secretos de tus niños, somos la escapada sucia y furtiva, somos apenas una inicial, Marina. Y ya sabemos lo que nos toca. Cuando te ocurra un accidente cerebro-vascular, Orlando, no me dejarán entrar a verte a cuidados intensivos. Los parientes me botarán a patadas de la casa, del barrio, de la ciudad. Ni siquiera podré llorar en paz sobre tu tumba cuando mueras.