No basta una vida. (USI)
No basta una vida. (USI)

El escudo del centurión romano es la tapa plástica de un cilindro para guardar agua y su casco es de juguete, un casco de motociclista, plástico también, que lleva al centro un cepillo de cerdas rojas ingeniosamente pegado a modo de penacho. Ambos están forrados en papel dorado y la punta de su espada –que es buena con B de Basa– hinca el baño de pastillaje de la torta con forma de coliseo. El banquete que se despliega sobre la mesa es opíparo: marshmellows, canchita pop-corn, petipanes repletos de pollo deshilachado con mayonesa, rodajas de hot-dog y quesitos atravesados por mondadientes, pirotines conteniendo bolitas de galleta de vainilla molida amasada con leche Nestlé y, dentro de una gran cáscara de sandía de borde aserrado, bolitas hechas con la pulpa de la fruta, mezcladas con otras de papaya, de melón y, por supuesto, con uvas, verdadera base de la dieta de todo antiguo romano que se respete. Supongo que es obvio que ese niño carnavalón y regordete que, una tarde de febrero de 1973, sonríe disfrazado –y levemente disforzado– para las cámaras de sus tíos soy yo. Y como todo antiguo romano que se respete, llevo falda. Túnica no, nada de drapeados, carajo, ¿qué cosa? Cumplo apenas cinco años y hoy me he puesto mi primera minifalda. Y unas sandalias –también doradas– ideales para los calores de febrero. Nadie culpe a mis señores padres de semejante exceso. La idea de aparecer con semejante outfit tiene que haber sido toda mía. No lo recuerdo pero ni falta que hace, estoy seguro de que fui yo quien, con berrinche de por medio, lo exigió. Siempre tuve complejo de romano. No tengo ninguna duda de que en otra vida lo fui. No me pregunten cómo, la cosa es que lo sé. Siempre lo supe. Siempre estuve un poco tronado. Soy un romano antiguo. Eso es todo. Si no me creen, tóquenme la nariz.

“Es mejor ser absolutamente ridículo que absolutamente aburrido” –solía repetir el indiscutido emperador de la desmesura, Gerardo Privat, y yo no podría estar más de acuerdo. Hacer cosas absurdas es el puto elíxir de la juventud. Buena parte de eso que llaman alegría de vivir se esconde en el purísimo goce de hacer deliberadas cojudeces. La foto piadosamente inédita que ilustra esta página es un magnífico ejemplo de ello. Hace cosa de diez años me llamaron de un banco para ser imagen de una campaña destinada a promover entusiastamente la lectura entre los jóvenes. Las más diversas luminarias del music-hall posaban, en actitud de profundidad, leyendo gruesos volúmenes de obras clásicas. La mayoría de los talentos convocados –hay que decirlo– no habían agarrado un libro ni por error pero posaban para sus fotos fingiendo que leían en el camerino, en una banca, en un café. Mi foto, en cambio, pareció corresponder, más bien, a una campaña destinada a promover entusiastamente la bisexualidad. Ninguno de los consultados en sesudos focus-group se percató siquiera de que existía un libro en la imagen. Todos se fijaron en la espalda desnuda de la ñañita entre sábanas blancas o en su cabellera de Venus de Boticcelli, en que le sobraban mayúsculas y le faltaban tildes a su tatuaje vallejiano, en si el efebo que me abastecía de uvas sin pepa llevaba demasiado gel en el cabello para la época o en si ya tendría DNI azul o todavía, en mi batita de felpa que llevaba bordado el logo de un distinguido hotel en el que debíamos haber terminado en una fiesta romana hasta morir o en el imperceptible arete de mi oreja izquierda. Pero de que estaba leyendo el “Diario de Nerón” de Alain Derne, nadie se dio cuenta. Nadie. El banco, por supuesto, aprobó todas las fotos de la campaña excepto la mía pues aunque no negaban que se trataba de una idea “audaz y transgresora”, temían que pudiera herir las frágiles susceptibilidades de sus ahorristas así que mejor me guardaba mi orgiástica fotito para una próxima oportunidad.

Y eso fue justo lo que hice, guardarla en mi archivo secreto de los proyectos rechazados. Hasta hoy. Pocas cosas hay más divertidas que ponerse a revisar los reportajes que no salieron al aire, los artículos que no se publicaron, las promociones de programas que nunca existieron, los programas de prueba que no fueron aprobados por ningún canal, los trailers de películas que nunca existieron, los guiones que nunca se filmaron, las ideas borderline que fueron rechazadas, los documentales que nunca se editaron, los manuscritos de libros que nunca se editaron, los índices de libros que nunca se escribieron porque no despertaron el entusiasmo de ninguna editorial, las escenas que ensayamos tantas veces y que, al final, dejamos fuera de la obra teatral, tantas imágenes sublimes, grotescas o delirantes desdeñadas por todos, tachadas unánimemente de too much y que, sin embargo, por alguna misteriosa y perversa razón, son, al final, nuestras engreídas, nuestras favoritas a nivel mundial. Quizás sea porque son los recordatorios de lo que dejamos a medias o de lo que –por pereza legendaria– nunca hicimos. Quizás sea porque son los borradores de algo que casi, casi la rompe, de algo que pudo haber sido genial pero no. Lo cierto es que, al final, toda esta película trata sobre eso: ¿quién quiere qué y qué se lo impide? Principio básico de la dramaturgia y de la vida. La meta y el obstáculo. Los dos elementos que permiten que haya acción. A estas alturas del partido, ya sé lo que quiero y también sé qué me lo impide. Ya no tengo pretextos. Ay, qué rico. Ya estoy por encima del bien y del mal pues –contradiciendo a Wikipedia que dice que fue el viernes pasado– voy a cumplir cincuenta añazos este miércoles y mi torta será una rotunda losa de piedra circular con una frase tallada en latín: Non basta una vita. Una vida no basta. Yo me siento de veinte años pero igual. Una vida no me basta, no me alcanza. Quiero más. Ese es mi lema para los próximos cincuenta. Medio siglo y la concha de su madre. Son calumnias. Por dentro, soy recién un amateur, un pulpín, un practicante impago de instituto pobre. Viejos serán sus pendejos canos, cabrones. Me abrazo a mí mismo y también me beso en la boca en el espejo. Feliz cumpleaños, Nerón.

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