El ambiente está cargado, se siente la tensión en el aire. Estamos con la mecha corta, con la mala respuesta, hostilidad o agresión a flor de piel. Esta vulnerabilidad colectiva nos ha llevado, según el periodista Derek Thompson, a una epidemia de mal comportamiento, la cual es demostrable anecdóticamente y en la data.
La vemos en la cachetada de Will Smith, que no supo aceptar una broma; en un partido de fútbol en México que degeneró en una batalla campal; en protestas alrededor de todo el mundo, que rápidamente escalan a incidencias violentas o vandálicas. La vemos en nuestras casas, reuniones y centros de trabajo donde una pequeña discusión se torna innecesariamente acalorada y filuda.
La vemos también en la estadística. En Estados Unidos (que son expertos en registrar data histórica), se reporta un número de incidentes récord con clientes en aerolíneas, hospitales, estadios y puntos retail. También se ha registrado un incremento de tendencias suicidas en adolescentes. En Perú (y varios lugares del mundo) es evidente un aumento de la delincuencia.
Esta ola de insolencia y susceptibilidad tiene su origen en la pandemia. Por un lado, el COVID-19 incrementó los disparadores de estrés y malestar en todos los hogares. Pero somos animales sociales y, al privarnos de eventos, reuniones, conciertos y fiestas por tanto tiempo, este enorme aumento de presión se quedó sin válvulas de escape.
El virus retrocede y está pasando a un segundo plano, pero aún nos encontramos, inconscientemente, desfogando poco a poco el daño social causado. En el proceso, nos seguimos desquitando con personas que poco tienen que ver con la raíz del problema. Así que hago un llamado masivo a la calma, empatía y, si tus condiciones lo permiten, a la terapia. Pues, ahora nos toca enfrentarnos a una epidemia de salud mental.
Lea mañana a: Javier Alonso de Belaunde