Otra década perdida. (Foto: Hugo Pérez / El Comercio)
Otra década perdida. (Foto: Hugo Pérez / El Comercio)

Comenzamos el siglo XXI con condiciones inmejorables. Habíamos derrotado al terrorismo y la hiperinflación, dejábamos atrás la etiqueta de “país inviable”, consolidábamos un crecimiento económico ininterrumpido. Hasta la democracia parecía, finalmente, voltear las peores páginas del autoritarismo. Durante la primera década del siglo, el modelo económico se legitimó y, aunque quedó pendiente un sistema de mejor redistribución social, sobraban razones para el optimismo. Pero en los últimos diez años, el conflicto político nos volvió a ganar y nos instalamos en la intolerancia y la incomunicación en política. Con o sin partidos, en solo dos lustros pasamos de las ganas de construir país al odio impío.

El antagonismo permanente llega a todos los rincones de la sociedad. Por ejemplo, las tecnocracias de la educación y la cultura parecen hoy enfrentadas a un movimiento social conservador que les resulta extraño, como de otro país. La academia toma partido y nuestro Nobel de Literatura tilda de “semianalfabetos” a quienes disienten políticamente de su postura. Indigna que el debate “intelectual” se centre en justificar cada una de las partes conducentes a la crisis y que no se alarme, en cambio, por el daño institucional infligido de uno u otro modo. Enfrascados en la militancia ideológica, se atrincheran en el señalamiento de culpables, más que en el discernimiento de las razones de nuestra eterna conflictividad.

Nos equivocamos si creemos que la corrupción es la causa de la actual crisis. Los destapes de Lava Jato han sido solo instrumentos para escalar la polarización entre las élites políticas. Han servido de vehículos pertinentes para dar riendas a nuestra deslealtad con los modales democráticos. La “lucha anticorrupción” –contra Kuczynski o contra el fujimorismo– ha servido para el maniqueísmo y la estigmatización irracional, pues bien sabemos de la viciosa complicidad de todo el establishment, de izquierda a derecha. Cegados así, nos fracturamos en un bando progresista, autoinvestido de superioridad moral y otro bando conservador, sin frenos morales para su pragmatismo.

La segunda década del siglo XXI ha echado por tierra el sacrificio conjunto de los años previos. Queríamos ser “la mejor versión” de Chile, y hemos terminado como una versión desmovilizada pero igualmente caótica de Ecuador. Más descorazonador es advertir que seguiremos perdiendo valiosas oportunidades en nuestro destino colectivo, porque nos oponemos a entendernos. Hemos perdido una década más, no por desacertadas decisiones económicas, sino por el carácter de nuestras almas políticas.


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