"Sentí que el mar lo había venido a recoger.  Qué querido era mi amigo.  Yo sentía que él estaba ahí".
"Sentí que el mar lo había venido a recoger. Qué querido era mi amigo. Yo sentía que él estaba ahí".

El domingo fui al “entierro” más bonito de mi vida. Tanto así que me ha dejado pensando cómo quiero que me entierren a mí. He ido a varios en 44 años, algunos donde nuestros restos van literalmente bajo tierra, otros en pared (nichos), columbario, sepultura u osario, como fue el caso de mi padre.

El osario es una cavidad en un muro o columbario donde se colocan los restos del difunto. A mi abuela la pusimos en un nicho junto a mi abuelo. A mi padre no lo enterraron, lo cremaron y, como nunca dijo qué quería que hagamos con sus cenizas, nos quedamos un par de años con ellas en casa hasta que decidimos llevarlo al cementerio y ponerlo en este osario/columbario que está afuera, libre en el campo. Es un lugar bonito y lo tenía estos últimos años como una opción.

Pero este domingo fui al “entierro” de uno de mis mejores amigos. Era una persona mayor. Él quería que lo cremen y lo entreguen al mar. No quería que lo echen en el fondo porque “se podía ahogar”. Quería que lo pongan en la orilla. Intuyó quizá que así el mar lo iba a “recoger”. A acoger. Un grupo de amigos y familia, una comunidad, despidiendo de la manera más hermosa a un ser querido. En una playa, su playa, se pusieron flores, pisco y copas en la arena, a unos pocos metros de la orilla. Se congregaron sus hijos, nietos y esposa para abrir su cajita con sus cenizas. Su esposa y compañera de toda la vida nos dijo: “Por favor no lo tiren en el mar, pónganlo en la orilla, delicadamente, suavemente”. Que el mar lo venga a recoger.

Pusieron con una pala una buena cantidad de cenizas en mis manos. Y vino la parte más bonita para mí. Caminamos todos juntos hacia la orilla, con las cenizas. Y no lo tiramos al mar, no lo echamos, lo entregamos. Me agaché y vino una primera espuma mansa a recogerlo. Pero no llegó. La segunda espuma llegó hasta mí, me mojó los zapatos, y pude entregar suavemente a mi amigo. Sentí que el mar lo había venido a recoger. Qué querido era mi amigo. Yo sentía que él estaba ahí. Se me venían imágenes de él sentado en su terraza, atrás de nosotros, mirando todo esto y sonriendo, mientras que sonaba la música hawaiana, el mar, y todos congregados frente al sol lo despedíamos en medio de lágrimas, amor, música, y brindis con pisco. Después varios se metieron al mar a “bañarse con él”.

Al día siguiente, coincidentemente este texto llegó a mí: “La muerte no es nada. No he hecho más que pasar al otro lado. Yo sigo siendo yo. Tú sigues siendo tú. Lo que éramos el uno para el otro seguimos siéndolo. Dame el nombre que siempre me diste, háblame como siempre me hablaste. No emplees un tono distinto, no adoptes una expresión solemne ni triste. Sigue riendo de lo que nos hacía reír juntos. Reza, sonríe, piensa en mí, reza conmigo. Que mi nombre se pronuncie en casa, como siempre lo fue, sin énfasis alguno, sin huella alguna de sombra. La vida es lo que siempre fue, el hilo no se ha cortado. ¿Por qué habría yo de estar fuera de tu vida? No estoy lejos, tan solo a la vuelta del camino, al otro lado. Lo ves, todo está bien, volverás a encontrar mi corazón”.

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