Foto: Jody AMIET / AFP
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Estos últimos días, la muerte nos respira en la nuca. Adonde volteamos hay lágrimas, entre los amigos del trabajo, los compañeros de la universidad, las chicas del colegio, colegas, todos apoyándonos como podemos. Acompañándonos y sufriendo el dolor de la partida de nuestros seres queridos.

Pero yo he vivido algo así antes; esto es un déjà vu. La comunidad LTGBI conoce muy bien esta sensación de la muerte rondando entre nosotros, la horrible sensación de recibir la maldita llamada.

Cuando la epidemia del VIH/Sida arremetió contra nuestra comunidad, especialmente gays y mujeres trans, fue terrible, porque, además, el estigma y la discriminación hacía todo más doloroso e indignante, solo quedaba la impotencia de saber que no había nada que hacer, tan solo esperar.

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También, por supuesto, muchas mujeres heterosexuales que se enteraban del diagnóstico de sus maridos cuando morían y la noticia traía el anuncio de su propia muerte.

Esta pandemia me recuerda a cómo vivimos el Sida en los 90. Cuando los amigos morían no nos dejaban ir a los velorios por la discriminación causada por la llamada “peste rosa”.

Luego apareció el tratamiento que era carísimo e inalcanzable. Finalmente, gracias al activismo del “Colectivo por la Vida” se logró aprobar la ley que garantizaba el tratamiento antiretroviral gratuito desde el Estado, porque la salud es un derecho fundamental y debe garantizarse desde el Estado.

¡Qué sensación tan extraña! Volver a sentir que la muerte es el mensajero de las desigualdades.

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