Se acerca el 8 de marzo. Día de la Mujer Trabajadora. No sé si en los tiempos que corren tiene sentido esta celebración.
En medio de una guerra incomprensible, de una pandemia que no acaba, y de una economía vencida por las circunstancias, me pregunto qué puede aportar a nuestra vida esta conmemoración.
Mi amiga Julia estuvo a punto de morir en plena pandemia por un maldito cáncer. Apenas sin defensas, tuvo que ser aislada en dos ocasiones, durante más de 60 días. Sola, absolutamente sola, e incomunicada. Sin ver a un ser humano en condiciones normales (cuando entraba el personal lo hacía cubierto de material esterilizado), alejada de sus hijos, de sus lecturas, de la posibilidad de conversar; sin otro objetivo (así lo comprendió y asimiló) que salvarse. Le pregunté si ella creía que las mujeres asumimos mejor que los hombres esta situación. Me dijo que sí. Palabra de Julia.
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Las mujeres no nos podemos dejar vencer, ni siquiera ante lo peor. Lo sabemos o lo intuimos. Aquellas que, como Julia, aprovecharon el dolor para analizar su vida, llegarán a una conclusión quizás inesperada si nos movemos en el terreno de los apriorismos: que para salvarse hay que ponerse en primer lugar.
Pienso en Julia. Pienso en esas mujeres ucranianas que están dando vida a otro ser humano en las condiciones más duras. Pienso en todas las mujeres anónimas que se creían débiles y desvalidas, y que ante los retos de la guerra, de la enfermedad, de la soledad, de la emigración o del maltrato, son capaces de ponerse por delante y encima de todo. Para sobrevivir.
Este 8 de marzo hay que dedicarlo a todas esas mujeres valientes que sacan fuerzas de su interior más profundo. Las que, sin saberlo, nos dan lección de vida y coraje, en el sentido más puro y noble de la palabra.
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