[Opinión] Rafael Belaunde Llosa: “Sin miedo al éxito”.  (FOTO: GEC)
[Opinión] Rafael Belaunde Llosa: “Sin miedo al éxito”. (FOTO: GEC)

En 1990, el Perú acumuló una inflación anual de 7,000% e ingresos fiscales por debajo de 4% del PBI, lo que reflejó su incapacidad para actuar en favor de la colectividad, es decir, un Estado quebrado. Este fue el punto final y resultado acumulado de un proceso de profundas reformas estructurales, impuestas por la dictadura militar de Velasco y luego incorporadas por la Asamblea Constituyente en el capítulo económico de la Constitución de 1979.

Con el golpe de Estado de Velasco, se impuso una reestructuración del aparato productivo de la economía, basándose en una nueva concepción de su rol, en la adopción de un modelo económico de industrialización por sustitución de importaciones y en la nacionalización de los medios de producción.

Se eligieron, arbitrariamente, sectores “ganadores”, los que contaron con amplios beneficios y subsidios, mientras que el Estado nacionalizaba y monopolizaba los llamados “sectores estratégicos”, que incluían TODOS los servicios públicos (electricidad, agua potable, telefonía) y la proliferación de empresas estatales en minería, petróleo, comercialización de insumos, etc.

Para 1990, la aventura empresarial del Estado terminó costando, entre empresas públicas y banca de fomento, cerca de US$12,000 millones (más de 1/3 del PBI de la época) y fue el destino principal de la emisión inorgánica que devino en la hiperinflación.

Así las cosas, basta un mal capítulo económico en la Constitución para hacer inviable el desarrollo económico de un país. Irónicamente, para alcanzar el desarrollo económico, un buen capítulo económico es una condición necesaria, pero no suficiente.

Las reformas económicas desarrolladas en el primer lustro de los noventa y plasmadas en el capítulo económico de la Constitución de 1993 trajeron la recuperación de las cuentas macroeconómicas y el fin de la inflación, así como un prolongado periodo de prosperidad económica, el más largo y sostenido vivido en nuestra historia.

Altos niveles de inversión privada, nacional y extranjera, crecimiento significativo de los ingresos familiares y una radical disminución de la pobreza, rural y urbana, ejemplifican claramente el acierto del sendero económico emprendido en los 90 y mantenido (con mayor o menor convicción) desde entonces.

Sin embargo, la ausencia de reformas de segunda generación, el nacimiento de una nueva burocracia tramitológica, los efectos de una mal diseñada regionalización han ido ralentizando los niveles de inversión privada captados por el Perú y erosionando la calidad de la inversión y del gasto público, sobre todo en el interior del país y en las zonas más pobres.

Por fortuna, tenemos todo lo necesario para reencauzar el Perú en la trayectoria de crecimiento significativo, es decir, con tasas de mayores al 6%, que es la trayectoria del empleo y la reducción significativa de la pobreza.

Se debe promover la inversión privada, con convicción y sin complejos, estimular mayor y mejor inversión y gasto público, sin dogmas ni prejuicios, comprometer la acción del gobierno central en la ejecución de obras de ámbito nacional, pero también en el regional y provincial,  así como entender que la inversión pública tiene una dimensión económica, pero también una social y geopolítica. Tenemos el deber de llevar las bondades de la economía de mercado hasta el último rincón del territorio. Hacerlo requiere de nuestros gobernantes convicción y determinación. Es sin miedo al éxito.