"Lo señalado aquí nos lleva al segundo demérito de nuestro sistema económico, pues muchos ciudadanos se sienten excluidos y, hasta cierto punto, esquilmados (como mucha gente de las zonas mineras) por el sistema". (Foto: GEC)
"Lo señalado aquí nos lleva al segundo demérito de nuestro sistema económico, pues muchos ciudadanos se sienten excluidos y, hasta cierto punto, esquilmados (como mucha gente de las zonas mineras) por el sistema". (Foto: GEC)

En 1990, entre atentados terroristas y una desbocada hiperinflación, el Perú debatía su subsistencia como Estado autónomo, independiente y soberano. Con una recaudación fiscal menor al 4% del PBI, habíamos perdido la capacidad de actuar en favor de la colectividad. Así las cosas, la pacificación del país, estabilidad en las cuentas fiscales y controlar la inflación definiría la agenda nacional en la década de los 90.

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Con el país en paz, fiscalmente ordenado con deuda e inflación bajas y bajo control, el nuevo siglo trajo como desafío emprender el camino del crecimiento. La promoción de inversiones, el crecimiento del sector minero, los TLC, los grandes proyectos de irrigación, el boom de la agroindustria, entre otros, redefinieron la matriz productiva del Perú. Con una economía abierta al mundo y a la competencia, la economía peruana comenzó a asignar sus recursos a aquellos sectores donde era más eficiente y productiva.

Esto produjo el surgimiento de sectores insospechados y el deterioro de otras actividades que se sostenían en la protección arancelaria más que en la competitividad. Este nuevo ordenamiento económico generó altas tasas de crecimiento, dotando de enormes recursos al Estado, reduciendo (hasta antes de la pandemia y Castillo) enormemente la pobreza y mejorando todos los indicadores socioeconómicos.

Sin embargo, el modelo económico ha sido incapaz de resolver dos variables de vital importancia, falencia que pone en riesgo la vigencia de nuestro ordenamiento, el mismo que, hechas las sumas y restas, ha sido enormemente beneficioso para la gran mayoría de peruanos, pero, a claras luces, hoy es insuficiente.

La primera es que el Estado peruano cuenta con una disponibilidad de recursos nunca antes vista en nuestra historia; sin embargo, una precipitada regionalización (sin dotar de capacidades técnicas o gerenciales a sus gobiernos) y una engorrosa tramitología hacen que buena parte de los recursos disponibles no se conviertan en más y mejores prestaciones y, por el contrario, se vayan en corrupción o simplemente no se ejecuten.

Lo señalado aquí nos lleva al segundo demérito de nuestro sistema económico, pues muchos ciudadanos se sienten excluidos y, hasta cierto punto, esquilmados (como mucha gente de las zonas mineras) por el sistema. Esto es, especialmente, trascendente en el sur, donde enormes asimetrías geográficas y socioeconómicas, sumadas a una deplorable infraestructura pública y patéticas prestaciones de salud y educación, imposibilitan a millones de peruanos de participar de las bondades de la economía de mercado.

El futuro del Perú está en derrumbar las barreras que excluyen a millones de peruanos para lograr que todos participemos de las bondades de una economía abierta y competitiva. Ello demandará un esfuerzo serio en infraestructura, pero, sobre todo, mejorar significativamente las prestaciones públicas en salud y educación, pues aumentando la productividad de los peruanos es que alcanzaremos el umbral de la prosperidad.

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