(Foto: archivo Arequipa)
(Foto: archivo Arequipa)

Las recientes protestas han desconcertado a quienes suponen que implican apoyo al gobierno caduco de Castillo. No es así. Son escasos los que convalidan la ineptitud y la rapiña, o vislumbran logros en su desgobierno. Las protestas reflejan, más bien, el desengaño por las expectativas traicionadas y la frustración generada por una organización estatal que incluso cuando, a nivel ejecutivo, está en manos de políticos supuestamente identificados con los pobres, ha evidenciado ser intrínsecamente corrupta, despiadadamente abusiva y manifiestamente inoperante.

Sin importar a quién elijas, el Ejecutivo y el Parlamento te decepcionarán. Si no fuera por las Fuerzas Armadas, el BCR, y por una que otra institución más, aunadas a una minoría de funcionarios hábiles y probos pero dispersos al extremo de la futilidad, la administración pública no sería más que un conjunto de trabajadores inútiles o –a lo más– triviales, cuando no una bien estructurada red de pandillas de inescrupulosos. Esa triste realidad que por fin has constatado se debe a que el Estado siempre estuvo organizado para dominar al pueblo, no para servirlo. Por eso hay cierta tolerancia con los aspirantes a usurpador que prometen cambiarlo todo. En nuestro medio, la esencia del Estado es antiliberal y dirigista, a pesar de que, al iniciarse la República, se disfrazara con atuendos liberales. La solidaridad con los desfavorecidos de la que alardean sus usufructuarios es una farsa que se ha acentuado con el paso del tiempo. No solo aquí, sino en toda Hispanoamérica, como lo demuestran, por ejemplo, las tasas impositivas del IGV y el ISC con las que se condena a millones de compatriotas a permanecer por debajo del umbral de la pobreza. El afán despilfarrador de la burocracia es insaciable y su metástasis irrefrenable. Hace décadas, Octavio Paz se percató de ello:

“El Estado del siglo XX se ha revelado como una fuerza más poderosa que las de los antiguos imperios y como un amo más terrible que los viejos tiranos y déspotas”.

Hasta que no lo reorientemos, padeceremos sus nefastas consecuencias. No es suficiente elegir mejor; los fugaces respiros liberales e integradores del pasado ya lo dejaron en claro. No bastan uno o dos gobiernos probos y bien intencionados para enrumbar por la senda del progreso.

Urge cambiar de sistema para poner el Estado al servicio de la gente. El humilde poblador, al que el Estado relegó a un papel inerme y pasivo, requiere devenir en activo y poderoso ciudadano. La soberanía debe estar efectivamente difuminada en la colectividad, su única y legítima depositaria, no en las élites políticas y burocráticas que insisten en acapararla. Por eso, al revés de como está estructurada ahora, se requiere una democracia sin trampas distorsionadoras, organizada de abajo hacia arriba, para empoderar al ciudadano.

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Hace casi dos siglos, Alexis de Tocqueville describió la inédita desaparición del súbdito y el sorprendente ascenso del ciudadano, fenómeno con el que se topó en su visita a la América anglosajona:

“Entre las cosas nuevas… que han llamado mi atención, ninguna me sorprendió más que la igualdad de condiciones. Descubrí sin dificultad la influencia prodigiosa que ejerce este primer hecho sobre la marcha de la sociedad”.

“Si hay algún país en el mundo en el que se pueda apreciar el dogma de la soberanía del pueblo, estudiarlo en su aplicación a los negocios públicos y juzgar sus ventajas y sus peligros, ese país sin duda es Norteamérica”.

El peligro al que alude Tocqueville y que podría generarse por el desborde de mayorías irreflexivas se conjuró mediante la división de poderes y la defensa constitucional de los derechos inalienables, axioma permanente y pilar inamovible de su ordenamiento jurídico.

A diferencia de nuestra volatilidad constitucional –12 constituciones en total–, ellos han contado con una sola, que han ido modificando para superar el pasado, no para romper con él.

La igualdad de condiciones entre los ciudadanos convirtió a los Estados Unidos en la primera y más próspera potencia del planeta.

En nuestro medio, en cambio, la desigualdad impuesta por dirigistas y tuteladores, e inspirada en prejuicios discriminadores inmemoriales, es la que determinó nuestra mediocridad y nuestro secular empantanamiento.

No hay pues nada que inventar. Se requiere tan solo instaurar una democracia liberal, es decir, una que, constreñida en sus alcances por los derechos inalienables, permita la conformación de un gobierno nacional y múltiples gobiernos locales verdaderamente representativos y debidamente acotados para frenar las imposiciones antojadizas de ideologizados o adinerados. Tenemos tiempo hasta 2024 para sentar sus bases.

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