[OPINIÓN] Pablo de la Flor: “Radiografía del desastre”. (@photo.gec/Antonio Álvarez)
[OPINIÓN] Pablo de la Flor: “Radiografía del desastre”. (@photo.gec/Antonio Álvarez)

Hasta antes de la pandemia, nuestra economía era vista como un modelo de dinamismo y resiliencia en la región, gracias a las altas tasas de crecimiento (menores en el lustro previo), que nos permitieron reducir significativamente la pobreza y la inequidad. Lamentablemente, ese largo episodio virtuoso, el más relevante de nuestra historia reciente, parece haberse agotado, producto del manejo político improvisado e irresponsable.

El desplome de la inversión privada, uno de los grandes motores del crecimiento, y la marcada ralentización resultante, ya nos están pasando factura. Los datos del INEI revelan que, a fines de 2022, la pobreza afectaba a casi tres de cada diez personas. Es decir, tenemos más de 9 millones de pobres, un incremento de 600 mil personas respecto al año previo. La pobreza impacta al 41% de la población rural y al 21% de la urbana.

Igualmente preocupante, los ingresos familiares aún se mantienen por debajo de las cotas alcanzadas en 2019, con una creciente precarización del empleo y el incremento de la informalidad, que hoy incluye el 75% de la fuerza laboral. Si fuéramos a mantener el anémico ritmo de crecimiento actual, nos demoraríamos casi 30 años en reducir la pobreza a los niveles anteriores a la pandemia (2 de cada 10 personas).

Frente a este panorama desalentador se hace urgente avanzar en varios frentes. En primer lugar, apremia revitalizar el crecimiento económico (responsable del 85% de la reducción de la pobreza del periodo anterior). Para ello, es imprescindible crear condiciones de estabilidad política e institucional que permitan recuperar la inversión privada, hoy en terreno negativo.

Esto último no es solo responsabilidad del Ejecutivo, que tiene una larga lista de temas por mejorar, sino que pasa también por el accionar del Congreso, buena parte de cuyas bancadas se han empeñado los últimos años en aprobar leyes restrictivas y antitécnicas que, lejos de incentivar la inversión, la traban. Esto resulta especialmente cierto en la legislación laboral.

Les corresponde también a los gobiernos subnacionales hacer su parte. Conocidos son los casos de algunas de estas instancias que, muchas veces, asumen posturas restrictivas respecto de la inversión privada, obstaculizando iniciativas que podrían generar gran bienestar y empleo en las regiones.

No solo son los grandes proyectos los que enfrentan este tipo de obstáculos y zancadillas administrativas, sino, sobre todo, las pequeñas empresas que deben sortear la enrevesada maraña burocrática municipal para obtener permisos y autorizaciones que las asfixian y las empujan a la informalidad.

Pocas veces el Perú ha enfrentado una tesitura tan importante como la actual: ¿persistir en el piloto automático mediocre y empobrecedor de hoy, o retomar el sendero del crecimiento acelerado, generador de bienestar y equidad? La respuesta debiera ser evidente.

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