(GEC)
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Estamos en vías de convertirnos en una “democracia insegura”, si acaso ya no lo somos. Con ello no me refiero a la conocida precarización del sistema de representación política, sino a la escalada de criminalidad y violencia, hoy considerada por la mayoría de peruanos como uno de los principales problema del país.

De un tiempo a esta parte, lideramos el ranking regional de victimización. Solo durante el primer semestre de 2022, el 23% de la población adulta en zonas urbanas reportó haber sufrido algún hecho delictivo, y más del 80% de la ciudadanía (90% en Lima) teme ser víctima de actos criminales en los próximos meses. A ello hay que añadir el crecimiento exponencial del sicariato y la extorsión, cuyos tentáculos alcanzan ámbitos cada vez más amplios de la vida productiva del país.

La órbita criminal también se viene expandiendo impulsada por el dinamismo de las economías ilícitas. Ya no solamente se trata del narcotráfico, sino también de la minería ilegal que genera inclusive más recursos. Investigaciones recientes muestran cómo algunas de estas redes vienen penetrando peligrosamente la política y el Estado para promover sus agendas y alcanzar la impunidad.

Este espiral de inseguridad constituye una seria amenaza a nuestra institucionalidad. Y es que, para ser mínimamente funcional, la democracia requiere la provisión de una cuota básica de seguridad por parte del Estado y sus autoridades. Sin esta, los ciudadanos no pueden participar en el entramado de las actividades económicas, políticas y sociales.

La falta de seguridad erosiona la calidad de la democracia, debilitando su legitimidad y desestabilizándola. Además, su enraizamiento fomenta la desconfianza y desarticula la vida de las comunidades. Las altas tasas de victimización y el creciente temor frente al avance de la criminalidad generan niveles de apoyo más bajo a la democracia y galvanizan el respaldo a golpes de Estado y otras variantes autoritarias de gobierno. No resulta casual, por tanto, que en las últimas encuestas de Latinobarómetro aparezcamos como uno de los países con menor respaldo hacia y satisfacción con la democracia.

Contextos de inseguridad rampante como el que vivimos, generan un clima propicio para que los actores políticos compitan por capitalizar el descontento ciudadano, promoviendo propuestas extremas, a pesar de su deriva autocrática y la vulneración de derechos que las mismas entrañan. La experiencia de Bukele en El Salvador y su transformación en un referente para el discurso duro sobre criminalidad que invade la discusión pública en el Perú y el resto de la región es ilustrativa de ese fenómeno.

El gran desafío radica en garantizar la protección ciudadana con políticas de seguridad efectivas, sin ceder a la tentación autoritaria, labor que exige el liderazgo del Ejecutivo y el compromiso integral del Estado. La salud de nuestra quebrantada democracia depende en buena medida de ello.

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