(foto: Presidencia Perú)
(foto: Presidencia Perú)

El paro agrario y de transporte que terminó con las revueltas en Huancayo, las más violentas en lo que va del gobierno, marcan un antes y un después para el presidente Pedro Castillo. Su luna de miel con el voto más duro que lo llevó a Palacio parece llegar a su fin. El mandatario empieza a sentir los sinsabores de pasar de incendiario a bombero.

Tampoco es que sea una novedad en nuestra vida política. El desgaste que sufren los mandatarios una vez que llegan al poder siempre ha sido rápido y bien destructivo. No se trata de ser de izquierda, del medio o de derecha. La precaria institucionalidad, necesidades postergadas por décadas, radicalismos oportunistas, y un liberalismo con corazón de piedra casi siempre han sido el talón de Aquiles de nuestras autoridades.

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La responsabilidad que esto sea así, empero, es de la propia clase política que reniega de ello, y de la que el presidente Castillo es ahora parte. Las contiendas electorales, para muchos, se han convertido en un fin y no en un medio. El objetivo primordial no es hacer un buen gobierno, es tener el poder. Lo que ha ocurrido desde julio pasado es la mejor muestra, tanto del lado del oficialismo como de la oposición.

Castillo está cosechando lo que sembró en la campaña electoral. Desde la izquierda, ha sido incapaz de empezar a construir un gobierno de consensos. No ha querido ser el radical que todos temían, pero tampoco ha dado la talla para ser el estadista de centro izquierda inclusivo que los más optimistas esperaban. Después de 8 meses, el presidente ha pasado de ser una incógnita a una decepción política.

Pero si no queremos repetir la historia cada cinco años, tenemos que ser conscientes de que no solo Pedro Castillo es el problema. Hace 20 años existe un Acuerdo Nacional, que puede mejorarse, cambiarse, o lo que quieran, pero al que a pocos les interesa ir para ponerse de acuerdo.

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