“Uno sabe. Lo que no sabe es que sabe”. Esto lo dijo nada menos que Sigmund Freud, ‘el padre del psicoanálisis’. Parece un pequeño trabalenguas, pero en esa frase hay una gran sabiduría. El ser humano se da cuenta de las cosas desde niño. Podemos negar, reprimir, escindir, forcluir, “olvidar”, pero en el fondo siempre sabemos. Por eso es mejor la verdad, aunque duela, aunque dé vergüenza, aunque deprima.
Los secretos familiares pueden ser diversos: el ocultamiento de un hijo fuera del matrimonio (hijos no reconocidos), los abortos, el tener un hijo adoptado que no sabe que es adoptado, infidelidades, enfermedades mentales, suicidios, el tener un padre corrupto o preso, un familiar adicto a las drogas, homosexualidad, etcétera.
Estas realidades, que muchas veces han sido ocultadas, encubiertas o negadas, igual “se saben”, aunque no sea de manera consciente o explícita, y terminan afectando más que cuando se aceptan y se afrontan. No es fácil, nada fácil, pero es mejor.
Cuando estas cosas se encubren o se niegan, se pueden somatizar: se expresan a través del cuerpo como síntomas, dolencias e incluso enfermedades. También se producen afecciones emocionales: depresión, ansiedad, adicciones, sentimientos de culpa que uno no entiende de dónde vienen, dificultades en las relaciones interpersonales, y demás.
La verdad libera. Sana. No es fácil integrar la verdad, pero cuando no lo hacemos es como si enterráramos algo que está vivo, y después es peor. Es “echar la tierrita bajo la alfombra” y tarde o temprano la alfombra empieza a oler mal. Cuando la verdad se reconoce, los individuos de una familia empiezan a sanar y también la familia como sistema. Errar es humano y siempre se puede reparar. Es un proceso que puede tomar mucho tiempo, sin duda, pero es el camino hacia la liberación, el perdón y la salud.