Foto: GEC
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A la abuela le llamaron La Pepa, porque había nacido el día de San José. Fue en Cádiz en 1812, mientras en España mandaban los franceses y reinaba un tal Pepe Botellas, hermano de Napoleón. En aquel tiempo, monárquicos y republicanos, conservadores y liberales, aristócratas, burgueses, artesanos y campesinos se unieron para que los franceses regresaran por donde habían venido. En medio de las batallas, los españoles de allá y los americanos de aquí imaginamos una de las mejores constituciones liberales de la historia. Pero no funcionó. Expulsados los franceses, se pidió de vuelta a Fernando VII, que se la había pasado bien como huésped del mismísimo Napoleón. Este Fernando se tuvo que tragar La Pepa, esto es, tuvo que jurar por la Constitución de Cádiz. Pero no le hizo caso y quiso ser tan absolutista como lo habían sido los Luises franceses. Cuando las cosas se pusieron bravas, Fernando pidió ayuda a Francia. Y ya lo ve. El pueblo expulsó a los franceses, para traer a Fernando, que volvió a llamar a los franceses. Entonces las cosas se volvieron a dividir y así ha sido hasta ahora, salvo excepciones.

En ese espejo nos miramos cuando, por ahí nomás, empezamos a independizarnos de España, cada quien por su lado. Vamos a cumplir 200 años de eso y, para variar, andamos sin ponernos de acuerdo. Tenemos crisis peores que las de cualquier guerra y que las del peor invasor. Pero ni con ese drama reaccionamos. No es broma cuando lo mejor que podemos esperar es que el próximo gobierno no lo joda del todo. Como si hubiésemos olvidado que ser independientes es dirigir nuestro propio destino.

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Para ponernos de acuerdo hay que liberarnos de nuestra propia vanidad. Como lo hicieron otros Luises buenos que se han marchado sin permiso. Luis Bedoya, por ejemplo, renunció a ser presidente de la Constituyente de 1978. Lo pudo haber sido fácil con los votos de la izquierda. En cambio, votó para que su rival, Víctor Raúl Haya de la Torre, lo fuese. Había ganado las elecciones y eso era suficiente. El otro Luis era Bambarén. Armando Artola, ministro del Interior de Velasco, le había acusado de propiciar las invasiones de las que nacería lo que hoy es Villa El Salvador. Su amor por los pobres tuvo un precio, fue el cura rojo y, por eso, no llegó a cardenal. Pero tuvo recompensa mayor, fue obispo de Chimbote. En plena invasión hizo misa en los arenales, conectó con la gente, les dio esperanza, la turbulencia bajó y el ministro renunció. En la despedida de estos Luises, el mejor homenaje debería ser seguir su ejemplo.

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