Emblemática. Buenaventura tomó la decisión de vender a Newmont su participación en Yanacocha. (Foto: Difusión)
Emblemática. Buenaventura tomó la decisión de vender a Newmont su participación en Yanacocha. (Foto: Difusión)

Esta semana, la empresa minera estadounidense Newmont anunció la postergación de la decisión de inversión del proyecto Yanacocha Sulfuros hasta la segunda mitad de 2024. Este proyecto es la continuación de Yanacocha, mina de oro que llegó a ser la más grande de Sudamérica, pero cuya vida útil está por concluir. La operación en cuestión, con una inversión de US$2,500 millones, ampliaría la vida útil del tajo hasta 2040 y generaría más de 2,000 empleos directos. Se trata del proyecto más grande que queda en cartera en el sector, por lo que esta postergación es una mala noticia para la economía peruana.

En el comunicado publicado por la empresa se argumenta que la decisión se debe principalmente a factores externos, como “la evolución sin precedente de los mercados, incluida la guerra en Ucrania, las tasas de inflación récord, el incremento en el precio de las materias primas, las interrupciones prolongadas en la cadena de suministro y el mercado laboral cada vez más competitivo”.

Aunque, en efecto, el contexto global no es el mejor, lo más probable es que –aunque no se diga explícitamente– los factores internos también hayan pesado en la decisión. Después de todo, ¿qué empresa estaría dispuesta a llevar adelante una inversión de tal escala ante un gobierno que cambia de ministros cada seis días y que es incapaz de brindar un mínimo de predictibilidad en aspectos tan centrales para un negocio como el régimen laboral que enfrentará?

Si bien esto es cierto para cualquier sector, lo es todavía más para la minería, pues se trata de una industria particularmente regulada y, por tanto, más vulnerable a cambios en el marco jurídico. Es, además, una actividad que, desde que se inició este gobierno, ha enfrentado un escenario de creciente conflictividad que afecta gravemente sus operaciones. Testimonio de ello es que, mientras escribo estas líneas, se produce un bloqueo de vías en la provincia de Espinar, Cusco, que afecta las unidades de Las Bambas, Antapaccay (Glencore) y Constancia (Hudbay), que representan cerca del 30% de la producción de cobre del país. Asimismo, desde hace cuatro días se mantienen bloqueadas vías en el valle del Tambo en protesta por una autorización de uso de aguas brindada al proyecto Quellaveco (Angloamerican).

Este no es un problema que afecte solamente la rentabilidad de las empresas, sino –sobre todo– a la economía de las regiones y la generación de recursos públicos. Así, por ejemplo, durante la paralización total de Las Bambas por 51 días entre abril y junio de este año, el Estado dejó de recaudar unos S/250 millones, la mitad de los cuales habrían sido recibidos por el gobierno regional y las municipalidades a Apurímac.

En el contexto actual, en que la inversión privada total iba a tener un crecimiento de 0% y la inversión minera una contracción de 2.1% en 2022 (lo formulo en pasado porque luego de esta noticia el panorama es aún más lúgubre), no podemos darnos el lujo de perder oportunidades. Menos aun tratándose de un proyecto como este, cuyo impacto ambiental es muy acotado por ubicarse exactamente en el mismo espacio donde ya se han realizado operaciones por tres décadas.

Aunque los esfuerzos del ministro Burneo para dinamizar la inversión privada con el plan “Impulso Perú” podrán ser bien intencionados (ver mi columna del 11/9/2022), de poco servirán si no hay un esfuerzo articulado de todo el Ejecutivo por restaurar la confianza para consumir e invertir en el Perú. Algo que no parece quitarle el sueño al presidente Castillo.