(Foto: Leandro Britto/GEC)
(Foto: Leandro Britto/GEC)

Mucho se ha escrito y hablado sobre el fenómeno de la polarización política a nivel global. El centro político parece perder peso en todas las latitudes, desde países tan desarrollados como Estados Unidos o Inglaterra hasta otros en vías de desarrollo como el nuestro. La moderación cede paso a la radicalización, y muchas contiendas terminan siendo definidas entre una izquierda que aspira a cambiarlo todo, y una derecha que busca conservar el statu quo a como dé lugar, o incluso retroceder en cambios que ya están en progreso.

En el caso peruano, este fenómeno tuvo su máxima expresión en la reciente segunda vuelta electoral en la que una izquierda anacrónica e improvisada se enfrentó a la versión más reaccionaria del fujimorismo. No muy lejos quedó la alternativa de Rafael López Aliaga –de un conservadurismo ultramontano–, que en la segunda vuelta apoyó decididamente a la candidata Fujimori.

Al calor de la contienda, estos dos extremos parecían irreconciliables. No obstante, durante los últimos días, la realidad nos ha mostrado lo cerca que pueden llegar a estar las antípodas. Así, esta semana hemos visto cosas insospechadas, como que Willax –medio favorito de la derecha recalcitrante– entreviste y presente como una suerte de mártir de la democracia al señor Ciro Gálvez, notario predilecto de Vladimir Cerrón y breve ministro de Cultura. También notamos cómo Expreso le da pantalla al hincha acérrimo de Perú Libre y anacrónico político setentero Ricardo Belmont, que nos tiene habituados a sus oportunistas desvaríos. La cereza del pastel la puso el propio Vladimir Cerrón, dando “like” a muchas cuentas de Twitter de la derecha limeña que denuncia una “caviarización” del gobierno.

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¿Cómo es que se llega a dar esta insospechada cercanía entre los extremos? Además de asuntos de índole pragmática (como la preocupación por la cárcel que deben compartir los líderes de Perú Libre y el fujimorismo), hay coincidencias en su visión del mundo. Los une el común desprecio por las formas democráticas, la libertad de expresión, los derechos de minorías, entre otros, así como la común intransigencia e incapacidad para ceder en pro de llegar a acuerdos, hábito fundamental para el funcionamiento de un sistema democrático.

Visto este panorama, la realidad es que la verdadera división de nuestra política de hoy no está entre derecha e izquierda, sino, más bien, entre quienes apuestan por los extremos, y quienes creemos que ambos radicalismos son dañinos. Y aunque las visiones más incendiarias sean hoy las que más ruido hagan y, a menudo, más pantalla reciban, lo cierto es que somos millones los que nos encontramos en algún punto intermedio. Esto es digno de celebrarse porque, como he sostenido antes, un sistema político se vuelve inoperante si solo está compuesto por extremos.

Lo que hoy hace falta a gritos es institucionalidad partidaria y liderazgos que representen a todos aquellos que rechazamos la polarización. Sin ellos, nuestro sistema político seguirá dando tumbos, y seguiremos descubriendo la improbable cercanía que los polos pueden tener.

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