[OPINIÓN] Jaime Bedoya: Mexicano en Machu Picchu. (Midjourney/Perú21)
[OPINIÓN] Jaime Bedoya: Mexicano en Machu Picchu. (Midjourney/Perú21)

Ulises llegó de México a Lima el día de su cumpleaños con su bella novia de Sinaloa con nombre de lluvia, Rain, y para la hora del almuerzo en Chorrillos, frente al océano Pacífico, ya se habían enterado de dos cosas peruanas: que Lima tenía mar y cuál era el efecto de media docena de chilcanos en el cuerpo. Ambas eran buenas noticias.

La tarde se hizo noche y esta discurrió entre historias del narco y costumbrismo sinaolense, entremezcladas con información peruana que los queridos amigos mexicanos desconocían. Estaban al tanto del vergonzoso asunto de los Rolex y la cantinflada de las visas cruzadas, por cierto, nuestro deprimente folclor contemporáneo. Pero, más allá de eso y de Machu Picchu como icónico eje patrimonial andino, no tenían mayor idea de qué les deparaba tan lejos del río Grande.

Ni siquiera el tema gastronómico lo tenían cabalmente calibrado en el radar. Como lo dijo el propio Ulises, para el mexicano promedio bajo la frontera con Guatemala se acaba el mundo. Suficiente es tener a los Estados Unidos, y a Donald Trump, delimitándoles el borde norte.

La noche terminó de una manera mexicana. Acompañado de una botella de tequila que Ulises absorbió unilateralmente y sin interrupción, este contó, durante horas que transcurrieron lentas, desopilantes y cautivantes, el extraño episodio en el que gran cantante mexicano José José, el Señor lo tenga en su gloria, desapareciera de la escena pública durante meses. En un contexto de borrachos, este relato se transformó en una travesía psicodélica en la que la excentricidad sublime del intérprete de El Triste nos embriagaba en una hermandad unida por la adherencia emocional única que genera la balada romántica para quienes tienen oídos de oír. La Hora del Lonchecito, emblemático programa radial dedicado al culto a la balada romántica, debería ser un partido político.

Si hubiera que resumir esa historia en cuestión, la de la desaparición de José José, bajo la insípida severidad de la sobriedad, sonaría así: hace algunos años José José salió de un concierto caminando y decidió irse en el sentido más dramático y tajante del término. Se metió a una casa random, donde dos señoras de categoría adulto mayor lo recibieron con más asombro que entusiasmo. Les dijo ‘ustedes me ponen alcohol y yo les canto’. El cantante se convirtió en una rocola humana.

Al cabo de algunos meses –ocho– las señoras se cansaron del arreglo musical etílico. Señor José José, ¿no será hora de que vuelva a su hogar, con su esposa? Él decía no. ‘Ustedes me ponen alcohol y yo canto’, respondía con funcional claridad. Ulises, macerado en tequila, comparaba la situación con tener a Messi sentado en tu sala para jugar fútbol cuando te diera la gana.

En esa época no había celulares ni Wi-Fi. La familia y representantes del cantante salieron a los medios para hacer una campaña en busca del desaparecido: Mexicanos, José José no regresa a casa hace meses. Por favor, si usted sabe algo de su paradero, comuníquense con nosotros. Las dos viejitas, cansadas del repertorio, llamaron. ¿Lo tienen retenido en contra de su voluntad?, indagaron las autoridades. No, pero no se quiere ir, alegaban sin mentir. La narración terminó junto con la última gota de tequila de la botella de Don Julio.

Ulises es periodista. En otra vida fue fotógrafo, y ahora ha descubierto las posibilidades de los drones, a los que considera el viagra de los fotógrafos. Él y su novia se rindieron ante el ají amarillo y el lomo saltado. Guardaron silencio ante el imponente misterio de Machu Picchu e hicieron suyo el concepto del tiempo circular andino. La historia no es una ascendente línea recta según la ingenua fórmula del éxito, sino un viaje circular donde se repite, se aprende y se regresa a lo mismo; supuestamente de mejor manera.

Así regresamos, viejos – y ojalá mejores–, a vernos al cabo de treinta años, cuando de jóvenes coincidimos en París en una generosísima beca que nunca más se repitió porque los europeos discrepaban de nuestra dedicación a vivir la vida antes de que la vida te viva. Entonces, el mexicano, en un acto de purificación inducido por un peruano escéptico, ambos en aparente estado de ebriedad, arrojó sus fotos al Sena para empezar de nuevo su captura visual del mundo. Eran tiempos de cuando los hombres eran hombres y la sal salaba.

Las piedras del Cusco, el flujo del tequila y los sabores caleidoscópicos de Lima, hicieron de la reconexión entre dos extraños conocidos un trámite natural e inmediato. Elevó su dron sobre un grupo festivo que celebraba la vida trepidantemente, sabiendo que no habrá treinta años más y la distancia nos hizo ver pequeños pero decididos. Los mapas confunden. No hay fronteras, hay política; no hay países, hay personas.

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