Tres años helados sobreviví como un peatón en la capital del imperio en decadencia. Caminaba a solas más de una milla hasta el supermercado y luego metía las compras en una pesada mochila que colgaba a mis espaldas de regreso a casa. Solo usaba los buses del transporte público para ir los fines de semana a los cines al norte de la ciudad. En el barrio donde vivía, no había estaciones del metro.

No trabajaba para nadie, salvo para mí mismo. Escribía de nueve de la mañana hasta el mediodía y, tras echar la siesta, de tres a seis de la tarde. Dejaba de escribir cuando me dolían la espalda y las nalgas. En mi mesa de trabajo no había flores ni fotos ni dioses ni vírgenes, solo una computadora portátil que desafiaba la memoria y retaba la inventiva. No sabía de qué escribiría cuando me sentaba a escribir. Dejaba que me hablasen las voces amotinadas de mi cabeza, unas voces que solo conseguía acallar cuando me resignaba a escribir lo que ellas, insolentes, me dictaban. Escribir era entonces un motín y una rebelión, un asalto al honor y una conspiración lujuriosa.

Después de escribir, vestía un raído atuendo deportivo y salía a correr incluso cuando estaba nevando o estaba lloviendo. Corría a toda prisa, como si huyera de algo, como si escapara de mi pasado, como si persiguiera la tierra prometida. No me interesaba protegerme del mal clima. Me gustaba mojarme de lluvia o de nieve. No tenía un paraguas en casa. Los días soleados eran menos fértiles para escribir que los días azotados por una tormenta. Yo mismo era todo el tiempo un día nublado. Yo mismo quería escribir como si fuese una lluvia torrencial, una descarga de truenos y relámpagos, una incesante nevada. Yo mismo era el mal clima.

Nunca encendía la chimenea. Intenté hacerlo una vez y vinieron los bomberos porque el apartamento se llenó de humo. No sabía cocinar ni me interesaba aprender. Compraba comida en latas o en envases plásticos, la calentaba y cenaba viendo las noticias en la televisión. Después veía los programas de entrevistas a las celebridades. Yo había sido una celebridad. No quería volver a serlo. Quería ser un escritor clandestino.

Tenía un teléfono fijo en el apartamento, pero no contestaba las llamadas; prefería que fuesen directamente al mensaje de voz que había dejado grabado con estricta austeridad verbal. A veces era mi padre llamándome desde su oficina o mi madre recordándome un aniversario familiar o una fiesta religiosa. Escuchaba sus voces en el contestador, sin levantar el teléfono, castigándolos con mi silencio. No quería hablar con ellos, no quería hablar con nadie. Quería romper con mi familia, con toda mi familia, no solo con mis padres, también con mis hermanos, con mis tíos, con mis primos. Quería romper con mi país, con mi religión, con mis amantes, con mi pasado. Quería ser libre como nunca me lo había permitido. Todo lo que tenía que decir lo decía escribiendo. Después prefería estar en silencio, como si estuviera ahorrando palabras para escribirlas, enfebrecido, a la mañana siguiente.

Una vez a la semana, caminaba al banco y retiraba dinero en efectivo. Tenía suficiente dinero para vivir cinco años sin trabajar para nadie, escribiendo tres horas por la mañana y tres más por la tarde. Cumplidos esos cinco años, me quedaría sin dinero. Entonces podían pasar dos cosas: si había logrado publicar un libro, mi primer libro, viviría de las regalías de ese libro y de los que con suerte vendrían luego; y si nadie publicaba mi libro, si fracasaba como escritor, me pegaría un tiro. Estaba dispuesto a ser un escritor hasta las últimas consecuencias. No quería ejercer ningún oficio que me desviase o distrajese de escribir seis horas al día, incluyendo los domingos. Yo había nacido para ser un escritor y me aferraba a esa certidumbre como un náufrago se sujetaría a un neumático en alta mar.

Desde mi mesa de trabajo en el segundo piso con vistas a la calle treinta y cinco, veía a las ardillas saltar por las ramas de los árboles, a las chicas lindas que caminaban a la universidad de los jesuitas, al ilustre escritor que pasaba trotando al lado de su esposa, a un príncipe español que estudiaba en la universidad cercana, a la caravana de coches negros del presidente de la nación que por respeto al apacible vecindario no hacía ulular sus sirenas. La vida parecía estar allá afuera. La vida era de ellos, resueltos, animados, ansiosos por triunfar. Aquella parecía la vida correcta, honorable, la vida que yo debía vivir. Pero a mí solo me interesaba la vida incorrecta y deshonrosa del escritor rebelde, amotinado, insolente, que se encerraba para inventarse otra vida, una vida mejor.

Una mujer al otro lado del mar me enviaba cartas en inglés y en francés. Un hombre herido me escribía cartas manuscritas y las despachaba a mi casa vía fax, pidiéndome que volviese. Un empresario me ofrecía un programa de televisión en horario estelar. Un antiguo jefe me prometía que, si volvía a la televisión, me doblaría el sueldo. Un tío muy rico me advertía de que tuviera cuidado con las cosas que escribía, pues la familia perdonaba el pecado, mas no el escándalo. Yo no le contestaba a nadie. Mi respuesta sediciosa era escribir, seguir escribiendo.

A las ocho de la mañana desayunaba huevos y tostadas en un café regentado por una pareja de surcoreanos, a media calle de mi apartamento. Al tiempo que bebía un café tras otro para entonarme, leía los periódicos del día impresos en papel, pues entonces no había celulares ni Internet. Seguía atentamente las intrigas políticas del imperio en decadencia, leía con pasión los obituarios, tomaba nota de los artistas famosos que serían entrevistados esa noche en los programas de televisión y estaba pendiente de las películas que se estrenaban los viernes en los cines al norte de la ciudad, pasando las embajadas. Lo que más me interesaba de los periódicos era leer quiénes se habían muerto. Cuando muera, quiero que me entierren en el cementerio de la universidad, había dejado escrito en mi computadora.

Cerca de la universidad, había una tienda de prensa extranjera donde compraba los diarios en español. Leyéndolos, pensaba: si consigo publicar la novela, me mudaré allá lejos, al otro lado del mar. Sin embargo, aquel sueño parecía estar minado o socavado por la delicada textura de las fantasías que no habrían de cumplirse, por las ilusiones que acabarían siendo alucinaciones.

Tres años helados sobreviví como un peatón en la capital del imperio en decadencia. Cumplido el tercer año, el libro fue publicado al otro lado del mar. Una tarde que nevaba, caminé al correo, encontré un sobre amarillo en la casilla postal, lo abrí con manos temblorosas y era el libro, mi novela. Conmovido, caminé unas cuadras bajo la nieve, entré en un templo religioso, me senté en la última banca y, tras derramar unas lágrimas, pensé que ese libro me había salvado la vida.

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