Por suerte, después de mí, que le hice sufrir tanto, que le infligí sin querer una derrota dolorosa en su orgullo, mi padre tuvo luego no uno, sino siete hijos varones, y todos le salieron machos bien machos, rudos, recios, toscos, pendencieros, amantes de las pistolas y las cacerías, y entonces encontró en ellos, sus hijos genéticamente afines a él, la complicidad y la amistad que nunca pudo hallar en mí, porque yo era completamente mi madre, idéntico a mi madre, y mi padre me observaba con desdén y seguramente veía a su esposa en miniatura, con una dotación genital masculina. Harto de ser cojo, harto de ser mi padre, vengaba esas afrentas bebiendo, insultándome, burlándose de mí, diciéndome señorita, mariquita, bailarina, cosas así. En sus peores momentos de rabia y frustración, mi padre me obligaba a bajarme los pantalones de espaldas a él, se sacaba el cinturón y me daba golpes en las nalgas, como si yo fuera una mosca en la cocina, como si su correa fuese un matamoscas, como si al golpearme estuviese matando a la mosca odiosa, zumbona, impertinente, que era yo, su hijo mayor. Mi padre quería que le saliera un hijo águila y le salió una hija mosca, cómo podía no odiarme, cómo podía no lastimarme con el matamoscas que era su correa. Ahora lo entiendo: como él era cojo, quería que yo fuese cojo también, quería hermanarnos en la cofradía de la desdicha, y por lo visto lo logró, pues sentir que mi padre me detestaba me hizo cojo del espíritu, lisiado del alma, así que los dos terminamos cojos, jodidos y odiándonos la vida entera.