Garrotes y zanahorias. (Getty)
Garrotes y zanahorias. (Getty)

Uno de los retos más complejos en las organizaciones es cómo motivar a las personas, colectiva e individualmente. Mucho se ha escrito al respecto, y con diversos enfoques. ¿Qué nos hace, pues, tratar de ser los mejores en el trabajo?

Más allá de cualquier especulación teórica, la experiencia enseña que a veces funciona el “garrote” (castigos) y otras veces las “zanahorias” (premios). O sea, incentivos negativos y positivos. El secreto probablemente esté en dosificar unos y otros. Esto depende de factores complejos y desiguales, como la psicología de cada individuo y de cada grupo y subgrupo. Tal vez esta complejidad esté relacionada con una constatación paradójica: el ser humano es el animal más colaborativo de la naturaleza, pero también es un ser individualista (acaso también el más), probablemente en distintos ámbitos y momentos. El error de las ideologías está en generalizar y creer que actuamos siempre bajo el mismo patrón.

Por ello, es también una generalización errónea creer que existe un único y mágico motivador laboral, llámese bono en dinero, amenaza de despido o inspiración trascendental (tan de moda hoy). El sentido de propósito –cómo mejoramos el mundo– es condición necesaria, pero no suficiente para un proyecto. Todos (no solo millennials y postmillennials) queremos hacer el bien, pero también cosechar frutos de nuestro esfuerzo. Y en cuanto a los garrotes y zanahorias, estos solo tienen efecto cuando se tiene la certeza de que los objetivos que se exigen están de alguna manera al alcance del esfuerzo. Si no depende del colaborador conseguir el objetivo (incluso el objetivo trascendente) o evitar la amenaza, esos “incentivos” solo servirán para frustrar a la gente y, a la larga, destruir el negocio.

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