La vida tiene fecha de expiración, incierta. Somos como un pomo donde no la han escrito, pero está el espacio para que lo llenen. Con aviso o sin él, la fecha de expiración llega, y cuán desprevenidos nos coja depende un poco de cuán claras hayamos tenido nuestras prioridades durante el privilegio de vivir. En los momentos más duros de mi vida, cuando procesaba el duelo por mi esposa asesinada y el miedo a cómo podría lograr que mis hijos crecieran bien, el dolor me hizo aprender algunas cosas que me han servido luego mucho. Parte de la dificultad para procesar un duelo tiene que ver con reconocer nuestra propia mortalidad, una vez que uno trasciende ese miedo, el camino se hace más fácil. Perder parte del miedo a la muerte es algo a lo que tendremos que enfrentarnos, tarde o temprano. Uno no puede vivir asustado, y si ya buena parte de la promo ha aparecido en obituarios, es obvio que el “next” se acerca cada vez más. Uno puede adelantar ese proceso, o lo pueden adelantar a la fuerza, pero es siempre doloroso y liberador a la vez. Una vez que la muerte es parte de lo esperado, aprovechar la vida es fundamental. Y eso, en mi modesta opinión, es tener paz; cultivar relaciones que trasciendan, de todo tipo; y tener una motivación que nos haga levantarnos en la mañana con ganas de hacer lo mejor que podamos, disfrutando el camino incierto, sabiendo que la maestra da y quita, quita y da, Blades dixit.