(Foto: César Campos / @photo.gec)
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Usualmente los liberales desconfiamos del Estado (aunque reconocemos que es indispensable) y quienes son de izquierda creen en él. Ambos reconocemos que el Estado puede fallar, pero discrepamos sobre cuánto Estado es bueno tener. Las razones para desconfiar son varias, y vale la pena explicarlas porque no son tan ideológicas como a veces se piensa. Evidentemente, un Estado profesional y transparente es más confiable y puede hacer más, mientras que uno desordenado y con personal politizado y/o poco capaz no lo es, y hay que limitarlo.

El mayor fundamento de la desconfianza sobre el Estado se debe a la incapacidad de establecer reglas que permitan asegurar que el político y/o funcionario van a decidir y actuar según lo que le conviene al ciudadano, y no en su propio beneficio o de algún sector al que quieran beneficiar. Eso no es ideología, se aplica a gobiernos de derecha e izquierda. Es un problema inherente al ejercicio del poder en representación de los ciudadanos. Existe una asimetría muy grande entre el político y/o funcionario y el ciudadano de a pie. A los ciudadanos nos pueden contar mil cuentos, esconder información relevante, hacerse los locos, coludirse, corromperse, lo que les provoque, y es difícil que el ciudadano común y corriente, envuelto en la dura cotidianeidad de salir adelante en un país que todavía le implica muchas dificultades y carencias, tenga el tiempo y las ganas para vigilar bien si es que están decidiendo y actuando correctamente, en línea con el interés de la población a la que dicen representar (o servir en el caso del funcionario).

Por eso, resultan indispensables buenos funcionarios y prensa que vigile. Los funcionarios del Estado deben tener el mejor nivel técnico posible y una reputación intachable; y la prensa debe hacerles seguimiento incómodo a políticos y funcionarios, para ahorrarle al ciudadano el tiempo que no tiene para cuidar sus intereses. Políticos y funcionarios deben tener una cultura de servicio y rendición de cuentas, que lamentablemente en el Perú es la excepción y no la regla. Desde sabe Dios cuándo, y más aún en gobiernos regionales y locales, prima muchas veces la cultura de que la autoridad puede hacer y deshacer sin rendir cuentas a nadie. El dicho “autoridad que no abusa, se desprestigia” lo sintetiza. En esa cultura el poder se corrompe en segundos.

Hoy, la cantidad de altos funcionarios cuestionados sigue siendo alarmante. Como señaló ayer Mirko Lauer, un mal ministro deja efectos residuales por sabe Dios cuánto tiempo. No basta con sacar al ministro cuestionado, hay que deshacer todo lo cuestionable que se hizo en su gestión, incluyendo la pérdida de funcionarios de carrera. ¿Cuándo y cómo se le va a devolver capacidad institucional al Estado? Es un problema grave y extendido.

Todos tenemos el deber de pronunciarnos con firmeza frente al éxodo de profesionales competentes reemplazados por personas sin las calificaciones necesarias. El Perú necesita un Estado más presente en buena parte de su territorio, sobre todo en las zonas más pobres, haciendo las cosas bien en los campos que le corresponden, supervisado, con evaluaciones de impacto y aprendizajes para mejora continua. ¿De dónde va a salir si se permiten nombramientos inadecuados?


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