"Que la Semana Santa nos ayude a encontrar lo que nos une y nos esperanza". (Foto: Pixabay)
"Que la Semana Santa nos ayude a encontrar lo que nos une y nos esperanza". (Foto: Pixabay)

Soy agnóstico desde los 15 años, después de haber sido bastante creyente de niño, gracias a mi mamá, tan católica como amorosa. Tengo una tendencia obsesiva para ir triturando racionalmente ciertos temas que se me meten en la cabeza. Se me prende un pacman racional correteando neuronas y apagarlo es una yuca. En la adolescencia, la fe fue una de sus obsesiones. La conclusión, lógica pura y dura, fue: no hay evidencia ni para decir que Dios existe ni para negarlo. Todo se reduce a una cuestión de fe, la tienes o no. Yo no la tengo, mi hermana tres años mayor sí.

Ya he contado en columnas anteriores que viví momentos muy duros en que tener fe me habría podido ayudar. Pero pensar que Dios podría valorar una fe convenida era una idiotez y una falta de respeto. Uno tiene que ser honesto consigo mismo, viva lo que viva. La única manera de saber que uno va a poder salir de un hueco hondo es construir cada peldaño sólidamente, y la fe no iba a servir. Mi obsesión racional se volcó a entender el duelo de adultos y niños, sobre los que he escrito algunas veces, y fue esa base racional la que me orientó para ayudar a criar hijos que tienen la cicatriz de haber perdido a su madre de muy niños, pero que esa herida y cicatriz sirvió también para ayudarles a entender cómo son, qué se puede esperar y qué no de la vida, cómo es la naturaleza humana y ayudarlos en el camino a procesar el dolor y la pérdida.

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Todo este proceso me ha vuelto aún más agnóstico, por prurito metodológico (no hay con qué afirmar o negar la existencia de Dios), aunque mi intuición se acerca cada vez más al ateísmo, sin prueba alguna. No sé si existe un Dios creador, pero si lo hubiera, no creo que sea omnipotente y que tenga al ser humano como una de sus criaturas preferidas del universo que ha creado.

El tamaño del universo, algo que ya es parte de la ciencia, estima que hay , cada uno puede ser un sistema planetario. similares al nuestro, pero hay muchísimos más por descubrir. Con esos números, la probabilidad de que la especie humana sea el centro de la creación se reduce tantito, creo.

En esas etapas negras en que reforcé mi agnosticismo, me hice también obsesivamente la pregunta sobre qué está en nuestras manos para ser lo más feliz que se pueda, en las malas y en las buenas. Mis conclusiones, de pura introspección, porque no me daban las horas para leer (los hay) fueron que es indispensable tener paz interior, relaciones que nos nutran porque conocemos y compartimos con esas personas confesiones más íntimas que nos hacen sentir comprendidos y acompañados más hondamente y por más tiempo, pase lo que pase; y temas que nos motiven e ilusionen, sean los que fueren. Después pude corroborar que hay evidencia científica sobre algunos de estos puntos.

En una noche de insomnio obsesivo, hace ya dos décadas, caí en cuenta de que, en términos prácticos, eso no difiere tanto de los dos mandamientos que Jesús priorizó. Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo, interpretado por quienes no somos creyentes, en que Dios es la búsqueda de lo bueno, algo que traería como consecuencia tener paz interior, relaciones sustanciales y motivaciones que inspiran a empezar el día, aunque el anterior haya sido atroz. Cada uno es quien es y cree en lo que le parece, pero a pesar de todas nuestras diferencias, tenemos mucho en común, más si uno forma parte de esa silenciosa mayoría que quiere que este país mejore y brinde más oportunidades a todos. Que la Semana Santa nos ayude a encontrar lo que nos une y nos esperanza.

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