(Foto: Andina)
(Foto: Andina)

Lo peor de las desgracias es cuando vienen en cámara lenta. Suceden tan despacio que te acostumbras. Pasa en las guerras. Miras tu ciudad, el paisaje son los esqueletos de los edificios incendiados, los desmontes de las casas bombardeadas, los cadáveres destrozados y los lamentos de los heridos. Al principio te angustia. Luego, como todos los recursos se han destinado a matarnos unos a otros, faltan alimentos y llega el hambre. Ahí empieza otra guerra. Tienes que sobrevivir, como sea, es lo único que importa. Te mimetizas, deambulas entre tanto horror sin sorprenderte. Soportas la desgracia porque ni te das cuenta de que existe, te parece cotidiana. Para protegerte de tanto sufrir, te engañas creyendo que el dolor no va contigo, que es para los otros. Eso tampoco te estremece, porque andas empeñado en salvarte tú primero, en que comas tú primero. Esa es la verdadera desgracia, perder parte de tu alma y de tu corazón para no morir. Ha habido sacrificios enormes, pero no heroísmo, que es cuando mueres por los demás. Has sobrevivido convirtiéndote en un ser insensible y egoísta.

De esas guerras tenemos miles. Si de bombas se trata, en los tiempos recientes solo recordamos los años de terrorismo. Pero esa fue la guerra aparente. La verdadera guerra es una confrontación permanente entre los que habitamos este Perú, porque no nos vemos viviendo juntos para que cada quien prospere lo mejor que quiera, sino peleando para ver quién explota a quién. El conflicto unas veces es violento, como las guerras entre las sociedades antiguas para formar imperios, o la conquista española, o las guerras por la independencia. . Pero el conflicto sigue aún en los tiempos formalmente pacíficos del Virreinato o de la República. Por ahí se desata una guerrilla, un levantamiento local, una huelga, un secuestro de fábricas, una toma de tierras o de carreteras, como evidencia de que la procesión va por dentro. Nuestra verdadera guerra es que preferimos pelear antes que ponernos de acuerdo en cómo la hacemos, porque en teoría todos tenemos derechos iguales y, en la práctica, recursos hay, o debiera haber para todos.

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La caricatura de gobierno que tenemos es el último episodio de esa guerra. Caricatura por el Ejecutivo, por el Congreso y por nosotros que los elegimos. No me diga que eso era lo mejor que ofrecía el menú electoral, porque nosotros también elegimos a quienes, finalmente, produjeron esa oferta intragable. Esa caricatura es el resultado de nuestras propias decisiones. Veteranos de guerras permanentes, aprendimos a sobrevivir en comodidades privadas. Para ser inmunes a las desgracias nos vacunamos para ser insensibles y egoístas. Pagamos por ver y ya ven lo que tenemos. Por tanto, la solución no está solo en cambiar a Castillo y/o al Congreso. La pregunta es cambiar ¿para hacer qué? La respuesta, para acabar este conflicto permanente, requiere debatir y conciliar políticas públicas y preocuparnos mucho por construir sociedad. Se requiere entendernos y, mire usted, tener heroísmo. Pero no sale caro, será suficiente pensar en los demás con pensamiento, como lo manda el alma y el corazón o, si no quiere ser romántico, como lo manda la Constitución.

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